Aquel pensamiento del periodista Dante Panzeri, desestimando las palabras de jugadores y técnicos que no pueden explicar ni analizar lo que ellos y otros hicieron en una cancha, hoy cobra una vigencia demoledora. Hablar por hablar y no decir nada garantiza la presencia en los medios. El tributo a la sanata gana por goleada.
   Ese transgresor insobornable y brillante periodista que fue Dante Panzeri (nació el 5 de noviembre de1921 y murió el 14 de abril de 1978) explicaba, convencido, que no valía la pena que la prensa entrevistara a los jugadores porque no respondían nada sustancial, salvo grandes excepciones. También afirmaba con una firmeza implacable que no había que hacerles notas a los entrenadores porque eran unos consagrados "chamuyadores", que irrumpieron en el fútbol vendiendo saberes, capacidades e influencias que no tenían.

   Entre otros conceptos, así caracterizaba Panzeri a los directores técnicos: "Son paracaidistas del desparpajo. No hay ningún técnico que pueda hacer un equipo de fútbol. Hay sí, técnicos, que al ejercer su única función cierta de seleccionar jugadores, pueden destruir un equipo". 
 
   Este pensamiento duro que iba en contra del negocio periodístico lo sostenía Panzeri hace más de medio siglo en las páginas de la revista El Gráfico, Crónica, El Día, Satirirón,  Chaupinela, Así, La Opinión, La Prensa y en todos los medios donde desarrolló su labor. No se había equivocado el hombre que reinventó la crítica deportiva, dotándola de un contenido, un conocimiento, una intransigencia y una subjetividad muy difícil de igualar.

   Naturalmente, Panzeri, se quedó solo con esa interpretación que  también ahuyentaba a los editores, sponsors o avisadores de aquellos tiempos. Año tras año, los jugadores y los técnicos fueron ganando espacios en todos los medios, hasta uniformar por completo los mensajes. Hablando por hablar en el 99 por ciento de los casos. Hablando sin tener absolutamente nada que decir. Hablando porque hablan todos, aún sin saber para que se habla y a quienes se habla. Hablando al cohete, en definitiva, como loros obedientes que repiten sonidos del más allá.

   ¿Pueden explicar los jugadores en actividad el fútbol que juegan o el fútbol que van a jugar sin sanatear alevosamente ni recurrir a los lugares comunes que solo suman aburrimiento y mediocridad? ¿Cuántos son los jugadores que dejan algo para analizar después de una nota? ¿Muchos? ¿Pocos? ¿Ninguno? Sí, es cierto, Juan Román Riquelme es uno de ellos. ¿Pero cuántos más son capaces de mirarse, mirar y construir un registro y una voz propia despojada de versos?

   Riquelme es una excepción clamorosa, incluso desde la contrariedad o la polémica que pueden provocar sus palabras. Habrá algún otro. Pero son contados con los dedos de una mano los que declaran fundamentando sus opiniones, que en la gran mayoría de los casos son demasiado precarias. Lo que se impone es la repetición de consignas y superficialidades que no apuntan en ninguna dirección. Pero esas consignas y superficialidades el ambiente las naturalizó como parte integrante del folklore del fútbol. Aunque sean imposibles de radiografiar y sostener.

   ¿Se justifica que hable un jugador frente a una rueda generosa de periodistas y de medios que transmiten en vivo para decir una larga lista de obviedades como si  fuesen verdades reveladas? ¿Se justifica que los jugadores desconozcan cuando juegan bien y cuando juegan mal? ¿Se justifica tanta liviandad de los protagonistas para observar al equipo propio y al ajeno sin ningún matiz crítico? La realidad es que todo parece justificarse en nombre de lo que se bautizó como el show del fútbol.

   En virtud de ese mismo show que no es ni divertido ni progre, los entrenadores tienen pretensiones de explicar lo que ellos no pueden explicar, simplemente porque ellos no juegan. Ven lo que ven todos con mejores o peores miradas. Pero no participan. No actúan. No protagonizan. No son sujetos activos a la hora en que comienza cada partido. Deciden la formación del equipo, la constitución del banco de suplentes, los cambios durante el encuentro y proponen una idea (en el caso que la tengan) para abordar el fútbol. Y no mucho más. Salvo la apropiación de la palabra.

   En esa área específica de la palabra pública, desde el arranque de la década del 60 los  técnicos multiplicaron sus voces y su logística desmesuradamente. Hablan antes y después de los partidos. Hablan de lunes a viernes. Hablan hasta por los codos. ¿Qué dicen? Nada que no se sepa. Documentan la frivolidad. Llenan espacios. Imaginan. Sueñan. Mienten. Desmienten. Venden humo. Confunden. Pero en 9 de cada 10 casos, no determinan rumbos. Ni son imprescindibles. Como siempre, hay excepciones. 

   Hasta un viejo profeta del fútbol táctico y físico como Carlos Timoteo Griguol, marcó los límites explícitos de la profesión en una nota que nos concedió para Página/12 en 1993: "Los buenos jugadores no precisan a los técnicos. Los que necesitan a los técnicos son los pirinchos, que son los troncos, a los que hay que intentar mejorar un poquito para que sean menos troncos".

   Sin embargo, a pesar de esas limitaciones que Griguol encuadró con certeza, los técnicos gozan de todas las prebendas para erigirse mediáticamente como los portavoces de las respuestas más pueriles. "Chamuyan", como sentenció Dante Panzeri hace más de 50 años. Y la van acomodando según como sople el viento, conquistando el tiempo y el espacio de la palabra autorizada, que no es tal.

   "El fútbol fue, es y será de los jugadores", repite el Loco Gatti cada vez que puede, poniendo las cosas en su lugar. De los jugadores adentro de la cancha, habría que agregar. Afuera de la cancha, se especializaron en rendirle un tributo a la institucionalidad del verso. O a las pequeñas y grandes mentiras organizadas. Igual que la mayoría de los entrenadores. De verso en verso. 

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