Pero esa vez se los llevaron, con la prepotencia de los golpes y las amenazas en uniforme. Ni siquiera sabían por qué estaban detenidos y recibían ese demencial maltrato. Hasta que, finalmente, un comisario les comunicó de manera sumaria que ellos eran los autores del crimen de un colectivero, ocurrido dos meses antes, durante un asalto en Castelar.
Las vidas de Luz y Diego ya nunca serían las mismas. Todo se convirtió en oscuridad, en abismo. Una mochila olvidada en un remís en julio de ese año, con el certificado vacunatorio de la chiquita y hallada en la escena del crimen, fue la "prueba" ideal para que la corporación policial y judicial de la provincia de Buenos Aires disponga todo su poderío sobre la humilde pareja.
Pero Luz y Diego, y la familia de ambos, no se callaron. No se entregaron jamás. Golpearon puertas, clamaron por su inocencia hasta el cansancio. Sin recursos, pero con la certeza de la inocencia. Así, juntos a pesar del dolor, fueron revirtiendo la injusticia, lentamente. Hasta fueron absueltos por la jueza que instruyó el hecho. Pero un fiscal decidió continuar con el infame proceso, aún cuando no había pruebas y tres responsables secundarios del homicidio declararon que no conocían a Luz y Diego, pero sí tenían claro que los verdaderos responsables del crimen habían sido Pipi y Popi, dos delincuentes de Villa La Rana que nunca fueron investigados.
La sombra de la connivencia entre la policía y delincuentes intentó borrarse de esta causa, involucrando a dos trabajadores, sin antecedentes y que al momento del hecho estaban de compras con su beba en un shopping.
Ese dispositivo del armado de causas, para tapar atrocidades propias, es una práctica habitual en las fuerzas policiales y cuenta con el apoyo clave de la justicia. En ese esquema, que lleva décadas de recorrido y depuración, siempre las víctimas son ciudadanos pobres, vulnerables y fáciles de silenciar. Como Luz y Diego. La realidad marca que los monstruos muchas veces logran la impunidad. Pero esta vez no pudieron. Y es para celebrar.
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