El Vasco Arruabarrena ejecutó tres cambios en el segundo tiempo y modificó el rumbo del partido. En esos minutos se agrandó Boca y se debilitó River. Los momentos psicológicos que explican una victoria sin anclaje directo en el juego. Pero determinante en el resultado.
   Tres capítulos. ¿Tres partiditos o tres partidazos? Uno por el campeonato. Dos por los octavos de final de la Copa Libertadores. El primero de la saga fue un partidito (en el plano del juego desarrollado) que  se lo llevó Boca.

   Y andá a cantarle a Gardel, dirán todos aquellos que adhieren al sentimiento boquense. Y los que no adhieren, también. Porque estos cruces parecen superar el microclima del fútbol. Los que no saben nada de fútbol, participan, eligen, condenan, festejan, cargan. Casi igual que en los mundiales. El que sabe menos o directamente el que no entiende nada, se suma al carrousel de las opiniones lapidarias sensibles al extremismo futbolero.

   Un Boca-River permite todo. Las mayores exageraciones. Los peores tremendismos. Y más aún en la antesala vertiginosa del ida y vuelta por la Copa donde uno va a seguir y el otro tendrá que despedirse, como suscribió Fernando Gago explicando que "yo no lo vería como un fracaso quedar afuera de la Libertadores".

   Este, del domingo en la Bombonera, fue el anticipo. Que disfrutó Boca como se disfrutan estos placeres, invocando a paternidades siempre discutibles. La pulseada no la ganó el que denunció una actitud netamente dominante o el que metió la plancha bien arriba para intimidar y sacar chapa de pesado, sino el que mejor se acomodó a las circunstancias en la recta final del partido. Y a las necesidades emotivas del partido. Que, en definitiva, es hacer lo esencial: los goles cuando la fija era un empate clavado, despojado de relieves y de emociones fuertes.

   Ahí, durante esos minutos que siempre son inolvidables para los que ganan y para los que pierden, sacó la ventaja decisiva Boca. Cuando el Vasco Arruabarrena promediando el segundo tiempo ejecutó tres cambios determinantes que modificaron el rumbo del encuentro: entraron Gago, Pavón y Pablo Pérez y se fueron Chavez, Carrizo y Meli. Y se desacomodó peligrosamente River. Perdió la pelota, perdió el anticipo y perdió  posibilidades de arrimarse al arco de Orión, más allá del bombazo de Mora que Orión desvió al corner.

   Ese momento psicológico favorable a Boca que activaron los cambios, sacaron al partido de la rutina de la previsibilidad. No porque Gago, el pibe Pavón (autor del primer gol) y Pablo Pérez (autor del segundo en colaboración, no deseada, con Pezzella) iluminaran la noche con actuaciones deslumbrantes, porque nadie deslumbró ni anduvo cerca. Pero hicieron crecer a Boca. Y debilitar a River, que por otra parte en ningún momento reveló una ambición compatible con la victoria.

   River se iba de la Bombonera muy satisfecho con el empate. Demasiado satisfecho. Marcelo Gallardo lo podrá negar, porque estas cosas se niegan para no quedar como un especulador, pero lo que se vio delató esa pretensión. Esa mínima pretensión que como suele ocurrir, en un abrir y cerrar de ojos se transforma en una pesadilla cuando los de enfrente aciertan un par de plenos. Y la sensación de quedarse con las manos vacías a muy pocos minutos del cierre es una carga muy difícil de interpretar. Y de bancar. Más aún con los dos cruces inminentes por la Copa Libertadores.

   Lejos estuvo Boca de jugar bien. De manejar bien la pelota. De coordinar movimientos ofensivos potentes y precisos. Pero quiso algo más que River. Fue a buscar algo más. Sin sutilezas. Sin volumen de juego. Sin una voracidad irresistible. Pero en las sumas y restas finales del superclásico, mostró que no había abrazado la igualdad, aunque la igualdad en el crepúsculo del desafío se perfilaba como un resultado inexorable.

   Esto, precisamente, lo diferenció a Boca de River. Esa lucecita que lo alumbró. Esa búsqueda desprolija que quedó radiografiada en los dos goles, plagados de rebotes que terminaron perforando el aguante del inexpresivo Barovero. En esas embestidas agónicas, Boca se lo llevó puesto a River. Sin sobrarle nada, pero delatando una presencia más fuerte que la que opuso su adversario.

   El Vasco Arruabarrena se habrá ido de la Bombonera con la íntima felicidad de haber protagonizado el partido desde afuera con los cambios angelizados. El Muñeco Gallardo, en cambio, se habrá ido de la Bombonera, con las dudas que persiguen a los indecisos. Porque no se decidió a que este River que conduce se quedara con los 3 puntos. Hasta que se quedó sin nada.

   Andá cantarle a Gardel, dice el folklore que también trasciende al fútbol. Todos saben de que se trata. Hoy, Boca festeja. Y River llora. Los dos capítulos que se vienen por la Copa, ¿renovaran ese escenario?        
    
 
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