No quieren reconocerlo ni los jugadores ni los técnicos, pero el nivel de mala intención que existe en el fútbol argentino ya superó la barrera de lo tolerable. Los planchazos, codazos y las entradas violentas desde atrás, fueron naturalizadas por el ambiente en nombre de las pulsaciones elevadas. Estas conductas no revelan, precisamente, valentía. Delatan un nivel de deslealtad y cobardía que no recibe ninguna condena social.

   Si hay algo que abunda en el tumultuoso fútbol argentino es la mala intención. Por ejemplo la que manifestó Mas con su patada voladora a lo Bruce Lee ante Bellini. O el golpe artero y descalificador que le propinó Damonte a Aquino (ni siquiera el árbitro Darío Herrera le sacó una tarjeta  amarilla), provocándole su salida de la cancha a los 20 minutos del primer tiempo. O las entradas muy violentas con planchazos peligrosísimos de Benítez a Cubas y de Coronel a Peruzzi. O el codazo de Calleri a Barsottini. O las salidas descontroladas e irresponsables  de Orión llevándose puesto todo lo que encuentra por delante.

   Son apenas algunos ejemplos que delatan las malas intenciones de los protagonistas involucrados. Sin embargo a pesar de la prepotencia incontrastable de los hechos, la corporación que agrupa a los jugadores justifican conductas violentas en nombre de las pulsaciones, lo que configura una simplificación notable. Ese es, precisamente, el escudo protector que de ninguna manera los protege: las pulsaciones que se aceleran adentro de la cancha y precipitan el show del antifútbol.

   El argumento insostenible que esgrimen los jugadores es, en realidad, una mentira flagrante que se desvanece apenas es emitida. El desprecio absoluto por la integridad física del rival no es un patrimonio excluyente del fútbol argentino, pero lo evidente es que en el fútbol argentino parecen naturalizarse las planchas, los golpes desleales desde atrás (como el que recibió Aquino y que lo alejará de las canchas durante dos meses por una fisura en el peroné de su pierna izquierda) y los codazos, sin reparar absolutamente en nada. Esa evidente mala fe para jugar y para relacionarse con los adversarios tampoco recibe una condena social. Por el contrario, se la avala con el silencio o con la indiferencia del ambiente.

   En muchos casos ni las víctimas directas de las agresiones expresan un rechazo a esas muestras de violencia que se ven partido tras partido y fecha tras  fecha. Como si todo formara parte de las reglas no escritas del fútbol. Hablar de mala intención es interpretado por los futbolistas como vulnerar códigos mafiosos que la corporación desalienta.

   Por eso apenas se plantea esa posibilidad, la negación inmediata de los jugadores y de los técnicos aparece en primer plano como una respuesta individual y colectiva que pretende tapar todo. Incluso a los lesionados. Y si es posible esconderlos por un buen tiempo hasta que reaparezcan, como si nada hubiera ocurrido.  

   ¿Por qué surgieron este festival de planchazos y entradas muy temerarias que los árbitros castigan en muchísimas oportunidades según el color de la camiseta que tienen enfrente? Porque se lo permitió. Porque lo sostuvo el ambiente en virtud de "intensidades" reivindicadas. Porque lo bancan los entrenadores con tal de sacar alguna ventaja más pequeña o más grande. Y porque, en general, los árbitros, son rehenes de un nivel de mediocridad galopante que los expone de una manera brutal frente a la comunidad del fútbol.

   Esa agresividad e imprudencia desbordada de los jugadores, no se puede denominar de otra manera: es mala intención del principio al fin. No es arrojo. Temple. Personalidad. Temperamento. Garra. Hambre de gloria. Presencia dominante. Esos son otros valores. La mala intención, en cambio, es una muestra de cobardía.
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