Le pesó demasiado el debut a River en el Mundial de Clubes. Ganó, pero jugó decididamente mal. La gran actuación de Barovero lo salvó del naufragio. En el segundo tiempo con los ingresos de Lucho González y el uruguayo Viudez encontró algo de circulación y llegada. El Flaco Alario reafirmó su condición de goleador y con su conquista metió a River en la final.
Hasta los 27 minutos del segundo tiempo, el desarrollo del partido precipitaba una pregunta: ¿quiénes eran los japoneses? ¿Los de violeta o los que lucían una camiseta blanca con una banda roja que les cruzaba el pecho?

La realidad es que River jugó como un mal equipo japonés. Por lo menos funcionó decididamente mal hasta que el Flaco Alario clavó de cabeza a 18 minutos del final una pelota que le quedó servida en bandeja ante el arco desnudo, luego de un centro del uruguayo Viudez. A partir de ahí, River no jugó bien, pero estimulado por el gol construyó un par de aproximaciones.

Es cierto, lo que pesa y lo que determina este triunfo de River frente al Sanfrecce Hiroshima es nada menos que disputar el próximo domingo la final del Mundial de Clubes en Yokohama. Pero también es cierto que no se puede pasar por alto la pobrísima producción colectiva ante el equipo japonés.

¿Por qué en ningún momento River pudo superar la barrera infranqueable de la mediocridad que dominó casi todos sus movimientos? Entre otras cosas, porque se apuró siempre. Y un equipo apurado para manejar la pelota es un equipo confundido. Eso, precisamente, transmitió River: confusión, desconcierto, impotencia. Bastaría con reflejar que fue Barovero el protagonista más influyente del encuentro con tres tapadas estupendas en el primer tiempo que denunciaron la fragilidad del equipo argentino.


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Esa incapacidad inocultable para tener la pelota, hacerla circular y a partir de la circulación elaborar juego ofensivo, reveló las enormes dificultades que padeció para jugar en función de la superioridad que el ambiente le reconocía. Esa teórica superioridad no se vio nunca. Ni antes ni después del gol de Alario.

La formación inicial que decidió Marcelo Gallardo con las presencias de Kranevitter y Ponzio no gravitó a la hora de cortar en el medio y administrar la pelota. Uno de los dos sobraba. River precisaba juego, pase, búsqueda ofensiva. No el empuje y la recuperación siempre tumultuosa que puede darle Ponzio. Le alcanzaba con Kranevitter para cumplir ese rol.

Demoró demasiado Gallardo en producir el ingreso de Lucho González por Ponzio a los 10 minutos de la segunda etapa. Y también demoró más allá de lo aconsejable en reemplazar a Pisculichi (de flojísimo partido) por Viudez. Las dos variantes le permitieron a River encontrar por algunos pasajes muy breves alguna asociación futbolística. Alguna mínima coordinación. Algún perfil que dejara flotando en el aire la posibilidad de un encuentro ofensivo.         


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¿Lo sorprendió el Sanfrecce a River? No. Lo que sorprendió fue el rendimiento de River. La ausencia de sintonía fina para meter una pelota filtrada. Para ganar en el mano a mano. Para desequilibrar, en definitiva. Y para poner las cosas en el lugar que correspondían, apelando a la pausa cuando la pausa es indispensable y apelando a la verticalidad cuando hay que sorprender en los últimos metros.

Afirmar que River quedó en deuda a pesar de haber clasificado a la final parece una definición fuera de contexto, aunque sugestivamente el contexto era favorable. El adversario se agrandó en la medida en que River se debilitó. El crecimiento del Sanfrecce fue a partir de las flaquezas que expresó River, en particular durante los primeros 45 minutos cuando estuvo al borde del colapso.

La pelota parada de Viudez que le abrió el horizonte a Alario para ratificar su especialidad goleadora cuando el partido entraba en la cuenta regresiva y se asomaba el suplementario, no debería instalar un clima de despreocupación en el campamento de River. El equipo claramente no arrancó. Como si le hubiera pesado demasiado el debut. Como si la obligación tácita y excluyente de ganar le haya quitado frescura e inventiva para controlar la pelota.

Le quedó el saldo inobjetable de la victoria. Este es el punto de partida. La medalla fundamental. Un triunfo para empezar a jugar mejor. Y para soñar con el partido perfecto ante el mejor equipo del mundo. Después los sueños habrá que llevarlos a la realidad. Pero esa es otra historia. 

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