El 4-0 a Estados Unidos dice poco. Casi nada en relación a la superioridad que manifestó Argentina durante los 90 minutos. Porque minimizó de tal manera a su adversario que quedó establecido desde el arranque que no iban a existir equivalencias. Y no existieron en ningún momento.
Fue un baile absoluto. Con cifras finales decorosas para el equipo que conduce el alemán Jurgen Klinsmann. Las diferencias fueron siderales. Y el 4-0 terminó siendo un precio baratísimo que le hizo la Selección a un rival demasiado inferior. Lo importante es que Argentina reveló esa inferioridad de Estados Unidos de forma brutal.
¿Cómo lo hizo? Como lo tenía que hacer. Como lo hacen los equipos que se sienten seguros y convencidos de su potencial: manejando la pelota el mayor tiempo posibie. Este era un reclamo que la Selección no evadió. Por el contrario: fue muy sensible y fiel a esa demanda. Monopolizó la pelota con una seguridad y una convicción notable. Y denunció que este es, en definitiva, el plan de acción que mejor le cierra.
Con el 1-0 a favor desde el comienzo a favor de una habilitación de Messi para Lavezzi (sufrió a los 18 minutos del segundo tiempo una luxación de codo y seguramente estará ausente en la final) a la salida de un córner, la incertidumbre inicial se apagó muy rápido. No tenía respuestas de ningún tipo Estados Unidos. No podía dar dos pases seguidos. No hacía pie ni atrás ni en el medio ni arriba. La Selección le estaba dando un paseo fenomenal haciendo circular la pelota, aunque le faltara mayor agresividad ofensiva.
Hasta que a Messi se le presentó lo que se suele anunciar como la inminencia del gol. Y fue gol. O golazo infernal de tiro libre para inscribirlo en el recuerdo. ¿Qué faltaba de ahí en más? Adivinar, simplemente, cuál iba a ser la chapa final. O cuántos goles iba a convertir Messi. No hizo ninguno más. Le sirvió en bandeja frente al arco desnudo el cuarto a Higuaín. Tocó con Banega. Tocó con Mascherano, Higuaín. Toco con todos. Jugó de primera, de segunda. Buscó que sus compañeros anotaran. Metió pelotas para Biglia (entró a los 12 minutos del complemento por Augusto Fernández, comprometido por una lesión muscular), para Higuaín y para cualquiera que se atreviera a picar a buscar la descarga al pie o al espacio.
La brillante producción de Argentina llegó en un momento en que en el ambiente del fútbol se especulaba que el contraataque era una fórmula que le iba a dar más dividendos que jugar a partir del control de la pelota. La Selección tuvo un rendimiento estupendo, precisamente, porque cuidó la pelota como se cuidan las cosas que más se quieren.
Y quizás esta es la lección futbolística más valiosa que dejó el partido. Y con más proyección de cara al futuro inmediato. Hasta para relativizar lo que había declarado el Tata Martino el día anterior al encuentro, cuando en conferencia de prensa, señaló: "No somos los mejores ni en la presión ni en la elaboración. Tenemos que tenerlo en cuenta cuando juguemos contra los mejores en estas dos facetas del juego".
La Selección presionó y elaboró como no lo había hecho antes. Y borró de la cancha a un adversario que pareció menos de lo que realmente es. Este equipo que vapuleó a Estados Unidos mostró lo que anteriores presentaciones había denunciado durante algunos pasajes. Faltaba la obra completa. Y la obra completa la desarrolló en Houston. Robándose la pelota. Robándose todos los elogios. Hasta concluir en una certeza: este tiene que ser el camino que transite la Selección.