Cada tanto, Bianchi va a la cancha a ver a Vélez. Va a la platea con Margarita, su mujer. Ama al club. Ahí irrumpió como un goleador de raza, feroz, que todavía es el máximo artillero en la historia del club. Ahí llevó al equipo a la gloria, a Tokio, a ganarle al Milan, una de las potencias más importantes de la década del '90. Por todo ese cóctel, Bianchi, en Vélez, es eso: una estatua, un apellido intocable.
El conjunto de Liniers, ahora, está en una posición incómoda. El promedio, de repente, es una amenaza serial. En esta temporada descenderán cuatro equipos y Vélez se postula para ocupar uno de esos lugares. El plantel no acompaña: una mezcla improvisada de juveniles —Lautaro Gianetti, Maximiliano Romero, Fausto Grillo— en un escenario hostil con futbolistas de experiencia en sus últimos minutos de carrera —Fabián Cubero, Leandro Somoza, Mariano Pavone, Hernán Barcos—.
Y el contexto llama a Bianchi. Lo pide. La gente necesita un ídolo sobre quien depositar la confianza. La tasa de Bianchi es altísima: es una inversión segura, un lago patagónico donde la dirigencia, al menos durante algunas fechas, podrán descansar. Él dijo, cuando se fue del club en 1996, que solamente regresaría "en caso de gravedad futbolística, como la amenaza de un descenso". 20 años después, el vaticinio —el anticipo sobre el cuál pensaba escudarse para no regresar— es carne.
La última experiencia de Bianchi es conocida. Su Boca fue patético. Lo sostuvo su estatua. La misma que está en el Amalfitani, intacta.
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