Vivimos apurados, corriendo, las horas que no alcanzan, los días que se pasan volando. Esa sensación se refleja en nuestro estado de ánimo y en nuestra salud. Creemos que tenemos la obligación de hacer muchas cosas, pero la mayoría son evitables. Todo esto va en detrimento de nuestra capacidad para gozar, de sentir que podemos ser felices, de disfrutar.

Consideramos natural hacer todo con los minutos contados, nos acostumbramos a hacer más cantidad en menos tiempo. Llevamos un modo de vida que no ayuda a disfrutar de los placeres de la vida ni a sentirnos sanos. Naturalizamos el apuro. Parece que la regla para vivir en las grandes ciudades es correr a contramano del tiempo, tratando de que el día en lugar de 24 horas, tenga muchas más. Los avances tecnológicos, las exigencias laborales, el consumo e incluso las consecuencias de la globalización, nos zambullen un una vorágine muy difícil de parar.

Parecía que sólo iba a afectar el ámbito laboral, que sólo íbamos a trabajar a un ritmo demasiado veloz. Sin embargo, habría que preguntarse si esta manera de vivir no afectó también otros ámbitos de nuestra vida. Desde las comidas rápidas, a los deliveries y hasta la forma en que nos relacionamos. Vivimos en un estado de hiperactividad que nos empuja a ser intolerantes, a no reflexionar, a no poder distinguir bien, a elegir siempre lo urgente por lo importante.

Quienes vivimos en las grandes ciudades caemos en una trampa muy común, el mercado nos ofrece día a día nuevos productos con la promesa y el atractivo de que simplificarán nuestra vida, pero por un lado, no tenemos tiempo de disfrutar de ese nuevo producto que adquirimos porque siempre hay algo urgente por resolver. Por otro lado, debemos trabajar de tal manera como para poder sostener un nivel de vida en el que podamos sentir que nos “damos un gusto” comprando productos nuevos (que, como ya dijimos, casi nunca logramos disfrutar), toda una contradicción.

Parece que esta vorágine comenzó, allá lejos, en la llamada Revolución Industrial. La velocidad en aquel momento y por muchos años se vio asociada al progreso, y el tiempo al dinero. De ahí que cuando hablemos del tiempo digamos: “ahorrar tiempo”, “perdió tiempo”, “invertí tiempo”, entre otras. Estamos acostumbrados a que todo tiene que ser utilitario, el tiempo también. Lo que sentimos como poco productivo, lo desechamos. Así dejamos de dedicarle ratos al ocio, siempre tenemos que estar haciendo algo, o si lo hacemos, sentimos culpa por lo que podríamos estar haciendo; sentimos, erróneamente, que perdemos el tiempo ¿A dónde nos llevará tanta impaciencia? Pero no sólo acumulamos productos, también creemos que cuánta más experiencia acumulemos mejor nos irá en la vida, entonces entramos y salimos de relaciones con la misma rapidez que cambiamos de ropa, en el camino quedan muchas veces, dolorosas consecuencias.

Con este ritmo, tenemos vidas superficiales, sin ningún tipo de profundización. Vivimos nuestras vidas como si fuera una película que pasa por delante de nosotros. Nos perdemos el crecimiento de nuestros hijos, la vejez de nuestros padres. La otra cara de la velocidad en la que vivimos es la desconexión con nuestro interior y de ahí a la inconformidad, sólo hay un paso. Nos enojamos por los embotellamientos, por las filas en los bancos, por la cantidad de gente que camina a nuestro alrededor en los centros comerciales, todo lo que nos haga perder tiempo nos enoja. Miramos mal a la cajera en el supermercado porque tarda más de lo que nosotros creemos que debe demorar en cobrar a los demás, con el vecino porque ni bien llamamos el ascensor no estuvo en nuestro piso, con el vendedor porque no llegó a nuestro encuentro ni bien traspasamos la puerta del negocio de electrodomésticos; todos son nuestros enemigos si se interponen entre nosotros y la satisfacción inmediata.

¿Es realmente necesario vivir a este ritmo agotador e insalubre o creamos la cultura del apuro en la que necesitamos hacer cada vez más cosas en menos tiempo?

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