Pero, vale insistir: jugar, jugó poco. Porque ya venía jugando poco hace varios meses. De hecho, antes de medirse frente a Boca, el candidato a pasar de ronda era Boca. River no fue de punto, porque en los superclásicos no hay punto ni banca, pero asumió el rol del equipo sabedor de que no le sobra absolutamente nada. Ni una pizca. Nada.
Así, metiendo, raspando y con una fibra que pareció invertir los papeles históricos que representaron a lo largo de la historia River y Boca, el equipo del Muñeco Gallardo se metió en los cuartos de final.
Ese perfil tenía que modificarlo River ante Cruzeiro. Tenía que sumar juego. Sumar fútbol ofensivo. Variantes. Circulación. Llegadas. Y no lo pudo hacer. Porque este tipo de transformaciones fulminantes no se logran desde el voluntarismo. Se conquistan a partir de una construcción colectiva que hoy River no parece estar en condiciones de brindar.
El nivel decreciente que venía expresando River a la hora de encontrar dinámica y precisión para generar los espacios de cara al arco adversario, se manifestó claramente cuando Gallardo en las últimas semanas armó el medio con las presencias simultáneas de Kranevitter y Ponzio. Dos volantes centrales para ganar marca, relevos y recuperación. Otro River más conservador y austero en relación al que el entrenador promovía cuando se hizo cargo del equipo a mediados del año pasado. Como si Gallardo interpretara que para sostener la estructura tenía que efectuar una movida que iba en contra de los ideales que él mismo había reivindicado.
Así enfrentó a Boca. Así también enfrentó a Cruzeiro. Y así denunció su impotencia River. Porque no protagonizó el partido en el Monumental que perdió 1-0 y lo obliga a ganar en Belo Horizonte por el mismo resultado para ir a la definición por penales. No tuvo ni siquiera el empuje y la agresividad indispensable para meter al equipo brasileño en los últimos metros de la cancha.
Le faltó esa determinación. La determinación para canjear el juego que le falta por el empuje y la decisión que a veces alcanza para disimular las flaquezas o debilidades asociadas al funcionamiento. La realidad es que River ya hace un tiempito prolongado que tiene severos problemas de funcionamiento y que todo le cuesta horrores. Por ejemplo, hacer un gol. Y le cuesta tanto hacer un gol porque elabora poco y nada. Porque embiste mucho más de lo que compone en términos futboleros. Porque va más ciego que con los ojos abiertos. Y choca. Una y otra vez. Repetidamente. Como chocó contra Cruzeiro, más allá de algunas chances (muy pocas) que pudo haber dilapidado o que tapó el arquero Fabio.
Incluso dio la sensación durante largos pasajes del encuentro de sentirse vacío, después de los compromisos a todo o nada ante Boca. Vacío para escalar otro peldaño que lo deposite en las semifinales. Vacío para intentar rediseñarse. Salvo que Gallardo se haya convencido que éste es el modelo táctico que River va a continuar privilegiando.
La derrota no sorprendió, aunque Cruzeiro no hizo demasiado para llevarse la victoria a Brasil. Lo que debería preocuparle a River es la imagen que brindó. Y las deudas que expuso para defender, gestionar en el medio y en tres cuartos y atacar. Haber dejado en el camino a Boca no puede colmar las aspiraciones ni las expectativas del equipo. Ni del cuerpo técnico.
Y esto, precisamente, es lo que quedó flotando. No por Gallardo. Sí por la respuesta mediocre de River, incapaz de trascender esa medianía. Y esa búsqueda ofensiva despojada de precisión y talento.
Le queda la revancha a River el miércoles próximo. Para volver a ser el que fue durante algunos meses de la segunda mitad de 2014, bajo la conducción de Gallardo. Ese River avasallante se desarticuló. Y ese River no tiene nada que ver con éste River. Aunque Boca tenga que mirar la definición de la Copa Libertadores por televisión.