Tienen motivos para celebrar el plantel de la Selección. Y el cuerpo técnico liderado por Alejandro Sabella. Y los hinchas argentinos. Y todos los que adhieren a ese mismo sentimiento. Argentina, después de vencer 1-0 a Bélgica, volvió a ser semifinalista de un Mundial después de 24 años de ausencia. La última vez había ocurrido en Italia 90, cuando en definición por penales eliminó en cuartos a Yugoslavia y después se cruzó en semifinales con Italia, a la que también dejó afuera por penales.
Este logro parcial de la Selección no se discute ni se desvaloriza. Es valioso. Es importante. Porque Bélgica terminó empequeñecido, ciego e impotente para quebrar la durísima resistencia defensiva de la Selección. Pero, igual, las preguntan se amontonan. Algunas de ellas, son impostergables: ¿por qué Argentina jugó como jugó? ¿Por qué luego del 1-0 que convirtió Higuaín en el arranque del partido, le cedió la iniciativa y la pelota a Bélgica? ¿Por qué hasta resignó la posibilidad de construir un contraataque fulminante que solo se plasmó en los últimos segundos del encuentro con ese mano a mano que Messi resolvió mal, pateando al cuerpo del arquero?
En realidad, la Selección planteó un ajedrez futbolero para quitarle los espacios al rival. El gol de Higuaín (por fín se lo vio recuperado y potente), radicalizó la idea original. Y Argentina se maquilló al estilo de los viejos equipos o selecciones italianas. No arriesgó. No regaló un centimetro de mitad de campo hacia atrás. No dio por perdida ninguna pelota de antemano. No ofreció espaldas descubiertas. No lo dejó nunca solo a Mascherano. Se abroqueló atrás. Se protegió con mucha gente. Sumó volantes para colaborar con la línea de fondo que encontró en Demichelis a un central con capacidad para ordenar la última línea. Y desactivó cualquier intento rival antes de que pudiera gestarse.
En ese marco sobrio y prudente, la Selección jugó el partido que, en la previa, tenía en la cabeza Sabella. Un partido alejado de los eventuales contratiempos. Un partido sin sorpresas de ningún lado. O en todo caso la sorpresa la corporizó Argentina a favor de una estrategia muy conservadora y efectiva, si se considera el resultado final. Porque todo el equipo achicó los espacios. Siempre para atrás. Nunca saliendo. Nunca yendo a buscar a los volantes belgas para presionarlos y cortarles los circuitos desde el arranque.
Como si la Selección interpretara a favor del pensamiento de Sabella, de sus debilidades para bancarse frente a Bélgica un desarrollo de ida y vuelta. Y se transformó Argentina en un equipo más utilitario y especulador de lo que cualquiera podría anticipar. En ese plano se italianizó. En el rigor para tomar los hombres y cubrir los espacios. En la disciplina colectiva para no dar ventajas. En la concentración para no dejarse sorprender mientras la pelota circulaba mansamente y sin cambio de ritmo por los jugadores belgas.
No se distrajo nunca Argentina. No miró el partido. Lo vivió sin ingenuidades. Y ahí, precisamente, ganó el partido. Desde el fondo lo ganó. Cuando siempre se creyó que esta Selección solo estaba en condiciones de ganar desde su talento ofensivo, cambió el chip. ¿Era necesario cambiar para vulnerar a Bélgica? Sabella pensó que sí. Que era necesario. Y el plan lo supo ejecutar el equipo.
La pregunta decanta sola: ¿cuál es entonces la auténtica cara de la Selección? ¿La que ataca masivamente como lo hizo en los 4 encuentros anteriores o la que se defiende y aguanta como lo hizo frente a Bélgica? La realidad es que Argentina denuncia que se adapta a las circunstancias. Y a los rivales. Y a los momentos de sus jugadores.
El equipo, en esta oportunidad, no le regaló una flor a nadie. Ni Messi lo hizo, con señales de estar prematuramente agotado. Pero volvió a disfrutar de una victoria. Con solidez. Con presencia. Es cierto, le faltó vuelo. También aventura y más aire en los pulmones para desequilibrar arriba.
Pero está en semifinales. Y los motivos para celebrar están servidos en bandeja