Dicen que los árbitros -en general refiriéndose a los de fútbol- no tienen hinchada. En boxeo había una excepción que acaba de irse a los 77 años, en silencio, con el perfil bajo como el que vivió.
No pretende ser esto una necrológica –de hecho no lo es-, sino apenas recordar a quien fue el mejor de todos en algo, y resaltar su figura, para lo cual alcanza sólo con ponerla en su lugar.
Tampoco intenta reprocharle a nadie su escasa difusión, máxime cuando era un hombre que tras haber enfermado en los últimos tiempos, no quiso ver a nadie, ni permitía que lo visiten –de hecho no se sabe bien de qué, ni cuándo falleció exactamente-.
Quizás eso haya condicionado la escasez de repercusión –ni en internet figura-, en estos tiempos del minuto a minuto y la cultura del impacto mediático.
Pero Luis Guzmán era único. Junto a Lorenzo Fortunato y Alfredo Fernández, tal vez los mejores de nuestra rica historia boxística, donde por distintas razones, los árbitros nunca fueron precisamente los que la acompañaron.
De hecho, Guzmán no fue maestro. Tampoco profesor, más allá de dar algunas charlas y consejos en algún tiempo en medio de algún curso. No dejó herederos, ni discípulos, e imitarlo era imposible por su personal estilo que excedía el reglamento, aunque tal vez era su perfil bajo el que no le permitía subirse a ningún púlpito a enseñar lo que sabía -más intuitiva que académicamente-, de un modo tan natural que resultaba imposible transmitirlo.
Quizás por eso la brecha entre él y sus colegas en su tiempo fue tan amplia. Con el perdón de aquellos, no tenía sombra, pues no le llegaban a los talones.
Sin ser "rinconero", no comía vidrios. Sabía las temperaturas políticas de cada pelea y en qué lugar debía situarse, que siempre era el mismo: el del árbitro.
Jamás cuestionó una crítica, pero tampoco agradecía elogios. Tenía un concepto formado de cada cual, pero se lo guardaba. Era árbitro arriba del ring, no abajo, por lo que aceptaba los roles sin discutir la opinión de la prensa. Y poseía la humildad que se le atribuye a los grandes.
Tranquilidad, confianza, seguridad. Eso era lo que transmitía y lo que sentían todos cuando Guzmán dirigía una pelea, donde la más emblemática, pese a sus 30 títulos mundiales dirigidos –su orgullo y máxima satisfacción, record en el arbitraje argentino- fue la de Coggi-Pajarito Hernández en el Luna Park, por lo mucho que costó imponerlo a raíz de las disputas entre la FAB y la Comisión Municipal de Box, que manejaba en Cap Fed otras autoridades.
Finalmente, privó la cordura, y todos, absolutamente todos, coincidieron: "Guzmán es el mejor, para qué discutir".
Hombre del CMB, estuvo considerado entre los 5 mejores del mundo en un momento, y dirigió a grandes como JC Chávez (padre), justo en la famosa noche de Castro-Jackson en Monterrey, a Mano de Piedra Durán, Ramírez-Whitaker, a Kostya Tszyu, y a las máximas figuras argentinas como Castro, Vásquez, Uby Sacco, Coggi y Marcelo Domínguez, entre otros. Viajó por el mundo.
Alguien dijo alguna vez, en cierto tono peyorativo: "Guzmán es muy tribunero". Y era cierto. Dirigía para la tribuna, porque era sabio. Porque el primero que debe saber lo que sanciona un árbitro es el boxeador, pero el segundo es el público. Y Guzmán se preocupaba por que entendiera hasta el de la popular.
Tal vez no dirigía con el reglamento bajo el brazo, pero todo lo que hacía tenía un criterio y siempre lo respaldaba legalmente algún artículo.
Más domador de leones que árbitro, no necesitaba del látigo para imponer respeto. Encantador de serpientes, con la mirada entraba en la complicidad del boxeador, descontándole puntos con una sonrisa, sin queja alguna del infractor.
"Los pies no, yo le miro los ojos a un boxeador para ver si está nocaut y la tengo que parar", decía.
¿Por qué descalificaba a veces a un púgil que se tiraba, en vez de contarle y darle KO, que es peor castigo? "Porque así el promotor si quiere puede retenerle la bolsa", argumentaba con viveza, sabiendo cuándo un púgil lo hacía por deslealtad, y cuándo por inferioridad.
Es que el reglamento contempla dos caminos para una misma acción en algunos casos: por ejemplo, simular un golpe que no existió, o dejarse caer para evitar que le peguen, permitiéndole decidir al árbitro –única autoridad sobre el ring- si descalificar, o contar.
Por todo eso era el Uno. Dicen que el mejor árbitro es el que pasa inadvertido. Y él –que lo fue- ni a la hora de su muerte llamó la atención.