Luchador con armas y luego con la palabra divina, estableció las más duras condiciones de vida para sus seguidores
La documentación de la época es tan insegura y tantos siglos han pasado que no se sabe con exactitud, pero se calcula que San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su verdadero nombre era Iñigo y, según da a conocer el trabajo de Alban Butler, La Vida de los Santos, era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de una noble pareja. Iñigo, de joven, fue un guerrero y luchó contra los franceses en el Norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los archivos señalan que los franceses fueron respetuosos ante el derrotado y herido Iñigo, y lo enviaron al castillo de Loyola, su hogar. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Como buen guerrero, Iñigo aceptó estoicamente la operación y la soportó para poder regresar a sus anteriores andanzas a toda costa, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, como cuenta la atrapante biografía del santo publicada en la página web Corazones.org, empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses y, “como su primera operación presentaba una deformidad, Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia”. Según cuentan, pese a que los facultativos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada por unas pesas. Por supuesto, esas metodologías derivaron en una cojera que Iñigo debió soportar de por vida. El santo se cultiva Es muy curioso el modo en el que Iñigo se convierte en un adepto incondicional al catolicismo. Mientras esperaba que la pierna sanara pidió, para distraerse, algunos libros de caballería. Esta historia podría ser la de Don Alonso Quijano, personaje inmortal creado por Miguel de Cervantes, pero es la de un hombre que pronto tendría los méritos para convertirse en santo. Lo que lo diferenció al “loco” Quijote de Cervantes fue que lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura y se decía: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron”. A pesar de sentir un fervoroso amor por una señorita que recorría el castillo donde se hospedaba, cada vez que abría su libro de los santos Iñigo comprendía que “sólo Dios podía satisfacer mi corazón”. Iñigo en Tierra Santa La documentación consultada afirma que “en febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa”. En 1524 llegó de nuevo a España, donde cuelga su vestidura militar frente a la imagen de la Virgen y abandona el mismo con harapos y descalzo. De esa forma llega a Manresa, donde permanecerá por diez meses, ayudado por un grupo de mujeres creyentes, entre las cuales tiene fama de santidad. En este período vive en una cueva en donde medita y ayuna. De esta experiencia nacen los Ejercicios espirituales, que serán editados en 1548 y son la base de la filosofía ignaciana. En Manresa se produce el cambio drástico de su vida, “cambiar el ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de las almas, con compañeros que quisiesen seguirle en la empresa”. Tiempo después en vista de la falta de libertad para su plática en España, decide irse a París.

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