Inés procedía de una familia perteneciente a la nobleza y que tenía mucha riqueza, nació cerca del año 290. Cuando la niña llegó a la adolescencia comenzó a convertirse en una hermosa joven. Tenía un cabello largo y rubio que era motivo de atracción de los jóvenes romanos. Cuando Inés cumplió 10 años, prometió ser casta perpetuamente. Simpronio, el hijo del prefecto de la ciudad, se esforzaba especialmente por conseguir su mano. Continuamente le hablaba sobre sus sentimientos y quería ganarla regalándole oro y piedras preciosas. Sin embargo Inés siempre le respondía con palabras amables y categóricas: “Desiste de mí, manjar del demonio, estoy prometida a un inmortal, en cuyos suaves brazos seré para siempre casta, es a El a quien amo inefablemente”. El joven, atormentado por no poder concretar su deseo, se enferma de gravedad, y el prefecto se quejó ante Inés. Al recibir la misma respuesta que su hijo, la obligó a Inés a que le confesara el nombre de su amor secreto. Por los discursos de la joven, el padre del muchacho se dio cuenta que estaba frente a una cristiana. Enfurecido, la puso ante la alternativa de acceder al matrimonio, o entrar a formar parte de las castas sacerdotisas de la diosa Vesta (prostituirla). Pero Inés rechazó ambas propuestas. Entonces el prefecto la hizo detener y la sometió a juicio. Entre las torturas que sufrió Inés, le arrancaron el vestido, con el fin de quebrantar su voluntad y la llevaron desnuda hiriendo su sentimiento de pudor, a una casa de citas. Pero, milagrosamente por el camino sus cabellos crecieron con tanta rapidez que pudieron cubrir por completo su desnudez. Le dijo entonces al prefecto: “A Jesús le preocupa mucho la pureza de sus prometidas. Tú puedes torturarme o asesinarme, pero mi cuerpo nunca conseguirás profanarlo”. Enfurecido por los dichos de la joven, el juez incitó a algunos hombres rudos a satisfacer sus deseos obscenos con la delicada virgen. El primero que se abalanzó sobre ella, se sintió alcanzado por un rayo de fuego que lo dejó ciego, desplomado y medio muerto. Sus compañeros lo levantaron y le pidieron disculpas a Inés. Entonces ella lo bendijo e inmediatamente el hombre recuperó la vista. Sólo el hijo del prefecto, empecinado en su deseo hacia Inés, lo intentó nuevamente. Fue herido por un rayo de fuego y se desplomó muerto. Una gran multitud se acercó al lugar y comenzaron a acusar a Inés de hechicera. Entonces arrastraron a la joven hasta una hoguera. Las llamas ardían pero el cuerpo y la ropa de Inés quedaron intactos. Entonces, todos los presentes con gran temor liberaron a la joven y le pidieron que le devolviera la vida al hijo del prefecto. Sin pronunciar una palabra, Inés hizo la señal de la cruz sobre el cuerpo muerto del joven y éste recuperó la vida, se levantó y alabó al Dios de los cristianos. El prefecto quería dejar a Inés en libertad, pero los idólatras lo amenazaron con denunciarlo al emperador. El hombre, con total cobardía, condenó a la salvadora de su hijo a morir por la espada. Cuando llegó el momento de la ejecución, el verdugo titubeó e Inés le dijo: “Corta, mata por fin el cuerpo que complace a tantos a los que yo no quiero complacer”. Y así recibió el golpe de muerte, con tan sólo trece años. Su cuerpo fue sepultado a corta distancia de Roma, junto a la Vía Nomentana. Se la considera protectora de los jardineros, de las vírgenes y de la castidad, de los prometidos y las prometidas. Cada año, el 21 de enero, día de Santa Inés, se bendicen los corderos con cuya lana se tejen los “palios”, o sea el distintivo de los arzobispos.

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