Allí está ella, Santa Cecilia. Desde la imagen de la estampita que guardamos en nuestras retinas, la vemos tocando el piano para niños y angelitos. Ternura es lo que emana desde su rostro. El culto de la santa romana se difundió ampliamente a causa del relato de su martirio, que la ensalza como ejemplo de la mujer cristiana.
En el año 1594 Santa Cecilia fue nombrada patrona de la música por el Papa Gregorio XIII y, a través de los siglos, su figura ha permanecido venerada por la humanidad con ese padrinazgo. Le fue otorgado por haber demostrado una atracción irresistible hacia los acordes melodiosos de los instrumentos. Su espíritu sensible y apasionado por este arte convirtió así su nombre en símbolo de la música. Las orquestas, coros y agrupaciones musicales la celebran como patrona y por eso hoy es el Día de la Música. Pero además es patrona de los poetas, los ciegos, y de algunas ciudades, entre ellas, Mar de Plata.
Virgen, santa y mártir. Así se califica a Cecilia por su historia. Se cree que nació en Roma, en el seno de una familia ilustre. Había consagrado a Dios su virginidad, pero su padre la casó con un joven patricio llamado Valeriano. El día de la celebración del matrimonio, en tanto que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantar a Dios en su corazón y a pedirle que la ayudase. Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus habitaciones, Cecilia, con valor, dijo dulcemente a su esposo: "Tengo que comunicarte un secreto. Un ángel del Señor vela por mí. Si me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las consecuencias. Si me respetas, él te amará como me ama a mí". Y le pidió a su esposo que se bautizara. Valeriano accedió, abandonó el paganismo y se bautizó. Cuando regresó donde estaba Cecilia, vio a un ángel de pie junto a ella.
Tiburcio, el hermano de Valeriano, también fue convertido al cristianismo y a partir de entonces vivió con ellos en la misma casa, en completa pureza y consagrados a la práctica de las buenas obras. Ambos fueron arrestados por haber sepultado los cuerpos de los mártires. Almaquio, el prefecto ante el cual comparecieron, empezó a interrogarlos y condenó a ambos hermanos a la muerte. Cecilia enterró sus restos en una tumba cristiana y luego ella fue condenada a morir ahogada en el baño de su propia casa. Como sobrevivió, la pusieron en un recipiente con agua hirviendo, pero también permaneció ilesa. Por eso el prefecto decidió que la decapitaran allí mismo. El ejecutor dejó caer su espada tres veces pero no pudo separar la cabeza del tronco. Huyó, dejando a la virgen bañada en su propia sangre. Cecilia vivió tres días más, dio limosnas a los pobres y dispuso que después de su muerte su casa debiera transformarse como templo.