En vísperas de cumplirse 27 años de su partida, la figura inconfundible, la voz ronca y el talento sin par de Ardizzone trasciende largamente esa clasificación siempre mezquina de periodista deportivo. ¿Qué era el Viejo? Sobre todo, un militante de la vida, de la amistad, de la bohemia, de los códigos, de la generosidad, del amor, del fútbol, de la libertad y de todas las cosas que le dan un sentido noble a la defensa de las causas justas.
Arrancó en la profesión casi con 40 años brillando en la redacción de El Gráfico, comentando fútbol y haciendo entrevistas de culto, que en principio se negaba a realizar hasta que se dejó convencer. Después pasó por Goles Match y el diario Tiempo Argentino, entre otras publicaciones. Jamás le interesaron los cargos. Menos aún la guita. Ni tampoco el poder que emana de un cargo y de una gran cuenta bancaria. Lo seducían otros placeres. Menos tangibles. Más eternos.
El quería decir, contar, escribir, transmitir, contagiar. Y escribía como los dioses apelando a una sensibilidad única para desnudar las pasiones más transparentes y más ocultas de los hombres. Para ejercer su trabajo, tenía a mano una frase simple y contundente: "Nosotros vamos, vemos, venimos y escribimos".
Eso hacía, también entre otras cosas que él no quería definir como poesía ni nada parecido. Le parecían solemnes y formales esas clasificaciones. Pero era un poeta visceral el Viejo para interpretar las grandes contradicciones que nos depara la vida. O el fútbol de todos los tiempos.
Sabía de fútbol porque sabía de jugadores. Y sabía lo que había que preguntar y lo que debía callar por prudencia, recato o solidaridad. Lo querían los jugadores. Y eran muchos los que lo admiraban. El quería a algunos más que a otros: a ese ángel llamado Rojitas, a Bochini, al Pato Pastoriza, al Hueso Houseman, al Loco Corbatta, al Beto Alonso, al Flaco Menotti, hasta que pequeñas historias, no resueltas, los fueron separando.
Le gustaba conversar largo, cantar tangos, recordar anécdotas, recitar poemas, descubrir misterios, cultivar asombros, andar de copas con los amigos del día y de la noche celebrando la vida, o con algunos enemigos disfrazados que le celaban su talento, como acostumbran a hacer los mediocres de alma que nunca dejan de ser oportunistas.
El Viejo, igual, siempre daba. Y nunca paró de dar, ni aún en las adversidades o en las urgencias. Reivindicaba siempre la vieja magia del fútbol brasileño. Bañaba en elogios a esa cara del suburbio que fue el extraordinario Mané Garrincha. Se sacaba el sombrero que no usaba por el Negro Pelé, quien habilitó su presencia en todos los vestuarios del Santos y del scracht.
Andaba bien con el Maradona de sus primeros años y no tanto con el Diego que él veía transformado casi en una empresa por sus representantes. Leía todo lo que podía. Leía hasta dormirse. Leía a los clásicos. A los modernos. A todos los que le despertaban curiosidad. Y miraba lejos porque sabía mirar. Aquel 7 de enero de 1987, Ardizzone (su verdadero apellido era Bramante) se fue. Y su fuego no se apaga.
Vive encendido.
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