¿Qué sería exagerar? En nombre de la paciencia, aburrir. Y por momentos hacer fulbito. Tocar por tocar, en definitiva. Tocar para cumplir con los mandatos y la propuesta del entrenador. Algo así como hacer los deberes para cultivar cierta prolijidad políticamente correcta.
Pero cualquiera que frecuente el fútbol sabe que ser paciente no es ser un calesitero. Tampoco ser demasiado previsible armando la salida desde el fondo haciendo circular la pelota con una lentitud apabullante. Eso no es paciencia. Eso es franela. Toquecito. Liviandad. Y en algunos casos hasta impotencia explícita pero no declarada.
Sería interesante que los técnicos argentinos sensibles a la interpretación del juego que impuso Barcelona no se confundan. A la posesión de la pelota hay que sumarle una dosis importante de agresividad ofensiva y cambio de ritmo. No alcanza con el dominio si el dominio se agota en sí mismo.
La velocidad de la pelota es fundamental para imprimirle ritmo y dinámica a todos los movimientos. Una pelota lenta hace lento a un equipo. Lo despoja de sorpresa. Lo limita. Lo va asfixiando. Y por supuesto lo condiciona. Es la síntesis no deseada del pase obediente. Del pase que se ejecuta para cumplir formalmente con las indicaciones del técnico.
Y el fútbol que desequilibra (antes y ahora) siempre fue desobediente. No desordenado, que es otra cosa. Desobediente. Porque no anuncia. No anticipa. No está previsto. Ese fútbol que no desprecia la paciencia, la utiliza con sabiduría en los momentos y en los lugares que corresponden.
Es también la medida exacta de la paciencia lo que convierte a un equipo en un buen equipo. Y esa medida deben saber leerla los jugadores para capturar el instante de la aceleración imprescindible. Para salir del toquecito que no progresa.
Le pasó, por ejemplo, a Independiente en el 0-0 frente a Chapecoense en Avellaneda. Mucho pase, poca movilidad, equipo parado y casi nada de profundidad y resolución. Y fue deficitaria su respuesta, aunque haya manejado la pelota durante larguísimos pasajes.
Algo parecido le ocurrió el último sábado en el 1-1 ante Tigre. Aunque tuvo más movilidad y llegada. Con tumulto, no con claridad, pero forzó errores ajenos sin tener precisión para definir. Y sin precisión (Milito no es responsable de esa deuda), los goles casi anunciados terminan en frustración.
El déficit consagrado es el control de la pelota despojado de potencia ofensiva. Es un control inocuo. Intrascendente. Desgastante. Es la paciencia sin relieves. La que no alcanza. Y a la que suelen enfrentarse los equipos que adhieren a una línea de fútbol similar a la que practica Barcelona.
La función de los entrenadores, en estos casos particulares, es ofrecerles mayores herramientas a los protagonistas. Un menú más amplio de opciones. Más juego. Y más conocimiento para llevar a cabo un modelo que demanda inteligencia para aplicarla.
Si la inteligencia no proviene de los jugadores, tiene que expresarla el técnico. Si no la expresan ni los jugadores ni los técnicos, la paciencia se desvaloriza. Y deja de ser una virtud.
comentar