El ambiente y los hinchas piden que la Selección tiene que bajar a Agüero, Di María e Higuaín. Pero la crisis fulminante que atraviesa Argentina trasciende a esos nombres propios. Sin juego y sin épica, perdió frente a Paraguay y comprometió su clasificación a Rusia 2018. La imagen del desconcierto también atrapa a Edgardo Bauza
Es inevitable en estas circunstancias que se multipliquen los pedidos de colgar a Agüero, Di María e Higuaín. De bajarlos de una vez de la Selección. De no llamarlos más. Pero aunque esos pedidos incorporen cierto razonamiento futbolístico porque ya hace demasiado tiempo que van a contramano, la crisis que atraviesa a la Selección trasciende a esos apellidos.

Agüero, Di María e Higuaín son los emergentes del problema. Los que lo evidencian. Los que lo ponen en primer plano. Porque resuelven mal. Porque se  confunden. Porque se apuran. Porque chocan. Porque no ganan las que tienen que ganar. Y porque, en general, pierden todas. Hasta las que no se pueden perder. Como un penal o un mano a mano desaprovechados por el Kun Agüero.
 
Pero quedarse con ellos tres es una gigantesca simplificación. Es mirar el panorama por una ventanita demasiado pequeña. La Selección no tiene fútbol. No tiene juego. Incluso hasta con la presencia de Messi supo expresar esas deudas. La del fútbol ausente. La del juego ausente. La de la elaboración ausente.

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Sin Messi, por supuesto que se tocó fondo. Por lo menos este fondo. El que se venía perfilando en los últimos partidos ante Venezuela y Perú. Y el que se confirmó en la durísima derrota 1-0 frente a Paraguay, que por ahora complica seriamente la clasificación a Rusia 2018. No solo porque los números no cierran, sino por los rendimientos y las urgencias que vienen cabalgando a una velocidad crucero.
 
Lo más fácil en estos momentos de enorme turbulencia es cultivar la suma de todos los desalientos y todas las frustraciones. Y exigir que se vayan todos. ¿Pero qué es eso? ¿Una crítica o una catarsis? ¿Un análisis o un grito desgarrado? La realidad es que no sirven estas lecturas. Se inmolan por sí mismas. Se desvanecen después de un par de horas. Y mueren.
 
¿Qué sirve, entonces? Despojar al hecho deportivo de la locura deportiva sin desconocer la gravedad de la situación. Edgardo Bauza creyó que todo sería un poco más sencillo. Por el regreso de Messi, por los compañeros que hace varios años que vienen jugando al lado de él, por el buen andar en las Eliminatorias y por lo que siempre representa la camiseta argentina.

Pero todo se vino en banda rápidamente. Messi volvió frente a Uruguay y se lesionó, sus viejos compañeros de ataque (Agüero, Di María e Higuaín) no se enganchan ni de casualidad en ninguna descarga, los resultados potenciaron los desencuentros y con la camiseta argentina no alcanza para asustar a nadie.

      Angel Di MARÍA



La despedida de Gerardo Martino y la llegada del Patón Bauza quizás aceleró los tiempos del desconcierto. Porque esto es lo que muestra la Selección: un desconcierto colectivo. Como si casi nadie supiera que es lo que tiene que hacer. Ni qué función cumplir. Ni que labor específica desarrollar. Entonces cualquier selección que se enfrente parece más de lo que es. Porque Argentina se reduce, fruto de ese desconcierto.
 
En esta atmósfera nadie va a prosperar. Ni el entrenador ni el plantel. Porque comenzó a irradiarse el temor. O el miedo al fracaso, siempre tan latente y tan vivo en el fútbol. Y quema la pelota. Y rebota la pelota en los pies. Se pierde el control. El emotivo y el futbolero. Por eso va Agüero a patear el penal y podía anticiparse que lo iba a malograr. Como si él no creyera en el gol. Y no creyó en el gol. Por eso lo ejecutó como lo ejecutó. Una masita. Una caricia. Se veía que iba a ser así. Y fue así. Sin la mínima convicción.

Igual que la Selección. Sin convicción para arrollar a Paraguay. Amontonando delanteros (Higuaín, Agüero, Pratto y Dybala) en el segundo tiempo para capturar un rebote en el área, pero ni en esa instancia quinielera ligó una pelota afortunada. Como si además le faltara cierta épica al equipo. Lo que podría llamarse también un sano descontrol ofensivo. Meterlo a Paraguay en su propia área chica. Y acertar una, como por ejemplo, lo hizo Passarella en aquella Eliminatoria ante Perú en 1985, cuando la paró con el pecho y sacó el derechazo al segundo palo que el Flaco Gareca en la línea transformó en gol y en pasaje a México 86.
 
Esa contenido épico de Passarella no lo corporizó nadie en la Selección. Quedó al desnudo el vacío. La sensación intransferible del vacío. Del gol que no iba a llegar. Porque no la iban a empujar. Hay partidos que demandan que alguien la empuje. Que alguien adivine un rebote. Que alguien la meta. Aunque el equipo juegue decididamente mal. Pero el fútbol está plagado de partidos que aún jugando horrible un equipo se niega a perder. Y a veces hasta lo gana. Ahí, cuando se mueren las palabras. Ahí, cuando ya parece que está todo liquidado.
 
Esa épica indispensable no visitó a la Selección en ningún pasaje. Y cayó. Complicando todo: el presente y el futuro inmediato que se abre el 10 de noviembre contra Brasil allá y el 15 ante Colombia acá.

¿Qué se puede aventurar? Que Messi, en el caso que pueda regresar, no puede cargarse con la responsabilidad de arreglar lo que se llevó la tormenta. Ahora no es cuestión de conquistar un título. Es cuestión de clasificar. De entrar entre los 4 primeros. Este objetivo que hace poco parecía mínimo, hoy asoma como una meta deseada.
 
En este cambio rotundo de expectativas también se manifiestan las pérdidas que acumula la Selección. Que no son pocas, más allá de los puntos que dejó por el camino.       

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