A 118 del nacimiento de uno de los escritores más grandes de la historia, lo recordamos con dos anécdotas pintorescas que hablan por sí solas de la aguda ironía que manejaba

El manejo de la ironía a modo de estiletazo lacerante fue una de las habilidades más singulares del genial escritor Jorge Luis Borges, quien utilizó ese recurso mordaz para ser impiadoso con la ceguera que lo acompañó más de la mitad de su vida. El rico anecdotario del autor de El Aleph, Ficciones, El Hacedor, Luna de enfrente e Inquisiciones, entre otras creaciones notables, da cuenta de más de una referencia a esa dolencia, resultante de una enfermedad congénita heredada de su padre y que operó como una cruel ironía para un lector voraz tal como era Borges.

De las tantas que atesoran sus biografías hay dos anécdotas que pintan a la perfección el espíritu del ganador del Premio Cervantes en 1980 para reivindicar con irreverencia su condición de ciego. Una de ellas fue el 10 de octubre de 1968 cuando Borges dictaba una clase de Literatura Inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y un militante de izquierda irrumpió en el aula para anunciar que la actividad universitaria quedaba suspendida por la muerte el día anterior en la localidad de La Higuera, Bolivia, de Ernesto “Che” Guevara.

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Ciegos y sordos

Borges retrucó al joven que de ninguna manera iba a levantar el curso, lo que originó una tensa discusión a la vista de los alumnos que asistían impávidos al duro cruce. “Si usted es tan guapo venga a sacarme del escritorio”, disparó el escritor. Al ver que la posición del profesor era irreductible, el militante dijo: “¿No se va? Entonces corto la luz”, pensando que iba a generar con la oscuridad una seria complicación para que el docente siguiera adelante con su clase. Fue entonces cuando el creador de Historia Universal de la Infamia dobló la apuesta y lo ametralló con sus palabras: “He tomado la precaución de ser ciego esperando este momento”.

La otra mención a su ceguera que ha cobrado notoriedad tuvo que ver con la enojosa relación que mantenía con su cuñado, Guillermo De Torre, a pesar que de jóvenes habían sido muy amigos y compartido más de una experiencia. El distanciamiento entre uno y otro nunca quedó del todo claro pero lo cierto fue que el vínculo se fue enfriando cada vez más con el correr del tiempo.

En cierta oportunidad, alguien interesado en saber si habían cambiado las cosas entre ambos, le preguntó a Borges sobre su cuñado que para entonces, ya con varios calendarios consumidos, padecía de los rigores de una aguda sordera. “Muy bien. Yo no lo veo y él no me escucha”, respondió fiel a su genial agudeza.

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