Una consagrada tradición nacional enseña a mirar al mundo sólo como los argentinos quisieran que fuera, pero no como es en realidad. En vísperas del 30º aniversario del comienzo de la guerra de Malvinas, este rasgo dice mucho de cómo se siente el país consigo mismo, y cómo lo ve fronteras afuera de la Argentina.
Muy lejos de las preocupaciones bélicas y de los escenarios militares, a la Argentina le dieron una sonora cachetada esta semana en Ginebra, donde la Organización Mundial de Comercio (OMC) se expidió en los términos más severos que permite el lenguaje diplomático contra las prácticas de gobierno de Cristina Fernández para restringir y reducir significativamente las importaciones. Con el voto nada menos que de los Estados Unidos, los 27 países de la Unión Europea, Japón, México y Corea, entre otros, el poderoso cónclave del comercio planetario manifestó sus “permanentes y cada vez más profundas preocupaciones” por las medidas restrictivas de la Argentinas y por la falta de transparencia en los criterios aplicados por el Gobierno, pidiéndole a la Argentina que considere la “seriedad” de la situación que afronta.
No fueron vanas palabras. Tampoco fueron conceptos livianos. Pero, sin embargo, en el Gobierno se insiste en negar la evidencia de los hechos. Al hablar sobre el asunto con Radio Mitre (del Grupo Clarín), el senador Aníbal Fernández atribuyó ayer sábado a ese mismo diario y también a “La Nación” la oculta responsabilidad de la dura acusación contra la Argentina, interpretándola como producto de una operación mediática de grupos periodísticos que patrocinarían la desgracia del país. El comunicado de la OMC no sólo significó, sin embargo, una lapidaria censura contra la Argentina; además, reveló la soledad del país, porque nadie en la propia región sudamericana salió a dar la cara por el Gobierno.
Uruguay, Brasil y Chile no ocultan su espanto ante el desatado proteccionismo que viene ejecutando la Argentina como medida de urgencia para equilibrar sus hoy desestabilizadas e indigentes cuentas fiscales. El gobierno de Cristina Fernández, a través del grupo de tareas encabezado por Guillermo Moreno y bajo la tutoría ideológica de Axel Kicillof, mantiene abiertamente en jaque la importación de computadoras laptop, artefactos domésticos, aparatos de aire acondicionado, tractores, maquinaria, herramientas, autos y autopartes, plásticos, químicos, neumáticos, juguetes, calzado, textiles, indumentaria, equipaje, bicicletas y productos derivados del papel. En lenguaje desprovisto de eufemismos, la OMC le dijo al gobierno argentino que estas conductas anti comerciales no son aceptables en un país perteneciente al G-20.
El G20 nació en diciembre de 1999, a pocos días de que concluyera el mandato del presidente Carlos Menem, de modo que la Argentina ha sido miembro de ese grupo que reúne a las 20 naciones más dinámicas de la economía mundial, durante las gestiones de Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Lo que le están diciendo ahora a la Casa Rosada desde la OMC es que la Argentina (uno de los países latinoamericanos en el Grupo, junto a Brasil y México) podría dejar de pertenecer a este exclusivo e influyente club si no afloja el durísimo proteccionismo que está aplicando la gestión kirchnerista.
Lo importante, sin embargo, es lo que navega por debajo de estas batallas. La Argentina modela su conducta ante el mundo desde un aislamiento virulento. Esto se reflejó en la arenga del presidente del club Quilmes ayer por la mañana: en lugar de admitir la realidad del delicado contencioso, el contador Fernández opta por imaginar una conjura “mediática” contra la Argentina.
Hace tres décadas, la Argentina, gobernada por la dictadura más atroz de su historia, se convenció de que la realidad del mundo se podía diseñar desde el Río de la Plata. El fracaso esencial de aquella guerra siniestra y estéril derivó de la grosera deformación de la realidad, ya que la Junta Militar se apoderó de las Malvinas imaginando que sería un picnic pintoresco. El mundo funcionó como era previsible; más allá de algunas solidaridades aisladas y poco conducentes, el país padeció en su propia piel no sólo el resultado de sus bravuconadas, sino el concreto y brutal aislamiento, que tuvo que desandar el gobierno democrático a partir del 10 de diciembre de 1983.
Una extraña e inaudita comedia revela cada día que todo lo que es puede dejar de serlo, y todo lo que se niega puede ser de inmediato afirmado. Los ejemplos sobran. Tras varias semanas de ¿aparente? ofensiva contra YPF, se informó el viernes que la acción de la petrolera hispano-argentina aumentó de valor casi el 18% en marzo. Curiosa derivación del “ataque” oficial: si los inversionistas compran acciones de YPF sus razones tendrán. ¿Y el retiro “definitivo” de la Policía Federal de su rol de custodia en el subte porteño? Después de desautorizarla frontalmente a su ministra Nilda Garré, la Presidente aprobó una primera prórroga por 30 días y ahora otra por 90 días más, exhibiendo una preocupante improvisación en la materia. ¿No sucedió lo mismo con la torpe clausura de la entrada de libros y revistas al país, una medida absurda y necia que fue criticada por el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, tal vez el más fino, serio y creíble intelectual kirchnerista, peronista de toda la vida? Moreno debió revertir la medida.
Episodios de esta índole abundan en la agenda oficial del día a día, obligando a los funcionarios a unas piruetas cada vez más llamativas. La propia ministra Garré (que fue viceministra del Interior con la Alianza, a las órdenes del radical Federico Storani), no pudo replicarle esta semana al socialista Hermes Binner y debió guardar resignado silencio cuando el ex gobernador santafesino, acusado por ella de promover ahora cortes de caminos y medidas ilegales contra este gobierno, le recordó que los gobiernos kirchneristas sostuvieron y nunca reprimieron el corte de la frontera internacional con Uruguay.