El asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvín, con la complicidad de otros dos agentes, en Minneapolis, desató una furia contenida que lanzó a las calles a miles de personas que se hicieron eco del drama que atraviesan los ciudadanos afroamericanos. Así, con protestas de diferente calibre, se repitió una fórmula que cataliza la bronca y, de forma cíclica, muestra la constante división que existe en la sociedad estadounidense, con el conflicto racial en el centro de la escena.
Sin embargo, a diferencia de otras ocasiones, quien está en la Casa Blanca es Donald Trump, que, fiel a su estilo alejado de lo considerado políticamente correcto, toma la crisis y aviva el fuego en cada intervención, dejando entrever su pretensión de resaltar las distancias en el seno de la cultura del país norteamericano.
Esa lógica la aplica con un objetivo en el horizonte: la búsqueda de extender por cuatro años más su rol como presidente, puesto a prueba en las elecciones pautadas para noviembre. Y los lineamientos los sigue, a rajatabla, dadas las circunstancias, pues el contexto le es esquivo, siendo EEUU el territorio que más sufre los avatares de la pandemia de Coronavirus y su derivada catástrofe económica.
Los más de 100 mil muertos y los cerca de 2 millones de contagiados colocan a esa nación como la más castigada por la enfermedad que pone en vilo al mundo, muy por encima del resto. A eso se añade el desmadre asociado, que hizo sucumbir tanto las finanzas como la estructura laboral, a tal magnitud que, en un puñado de semanas, se certificó una pérdida de trabajo para alrededor de 40 millones de ciudadanos.
A ese caldo de cultivo, del que el mandatario republicano culpó a China, siempre en medio de una disputa global que ya lleva varios capítulos, se le agregó el sacudón histórico, ese que la potencia mundial no puede resolver puertas adentro. Y en esta oportunidad la figura estuvo en Floyd, del que la ira colectiva tomó como emblema aquella frase dicha poco antes de morir, cuando el policía le apretaba el cuello con su rodilla: "No puedo respirar".
Las calles, desde ese instante, colapsaron; los saqueos se multiplicaron en diferentes puntos del país y la incertidumbre es la sensación que aún reina, más aún a partir de la respuesta de Trump, que, sin dejar de criticar el accionar de los gobernadores, también fiel a su estilo y con las redes sociales como arma predilecta, habilitó la utilización de la Guardia Nacional para intervenir en las protestas, de la mano de la implementación, ya estipulada previamente, del toque de queda.
Allí el neoyorquino encontró una basa para diseñar su discurso y exponer el caos, hallando un enemigo al cual contraponerse para dejar en claro que él mismo es el precursor capaz de brindar "ley y orden", como resalta vía Twitter.
Por lo pronto, la extensión del conflicto es un arma de doble filo para el presidente. ¿Por qué? Si bien le brinda el sustento necesario a una campaña opacada por la realidad difícil que ya se vislumbraba, también, en contraposición, le hace mella a su figura, que puede observarse debilitada por el desgaste de un día a día complejo, sin miras de resolverse. Por caso, la imagen de la Casa Blanca a oscuras, y con el reporte oficial de Trump en un búnker, por seguridad, mientras los cruces entre policías y manifestantes recrudecían, recorrió el planeta.
Por eso, el republicano aumenta la apuesta. Y así es como lanzó una amenaza para aplicar la denominada Ley de Insurrección, que data de 1807 y que le permitiría a los militares involucrarse en la actividad interna del país para frenar las protestas, algo histórico. Eso, en sintonía con un gesto de relevancia, ya que fue en la iglesia St. John, lindera a la Casa Blanca -que estuvo cerca de ser quemada en los desmanes de la noche anterior- y con una biblia en la mano.
La demostración tuvo la intención clara de llegar al eje de su electorado fiel, ese que se fortalece desde el centro de la nación, y cuenta, en especial, con un bloque netamente blanco y religioso, y, en muchos casos, profundamente xenófobo y segregacionista, con los afroamericanos y latinos como principales víctimas de sus atropellos.
Esos votantes, que ya le dieron el visto positivo en 2016, cuando encontraron en Trump a su guía, desde fuera de la política, pues los iba a sacar del ostracismo generado por la crisis económica de principio de década y el golpe a su autoestima que significó la llegada a la presidencia de Barack Obama, mantienen su fervor, cada vez más avivado por el fuego que pregona el propio mandatario desde sus palabras.
Por eso el nivel de efervescencia y la incapacidad de encontrar una solución que calmen las aguas, buscando contrincantes a diestra y siniestra, como el caso de la organización ANTIFA, esquema antifascista de antaño, con poca relevancia en la actualidad, pero al que se subió al ring con el mote de "terrorista" para catalogar a grupos de izquierda -con un criterio muy difuso, y por lo tanto con la capacidad de englobar a todos los ciudadanos- como promotores del caos y así aplicarles una ley más dura que las convencionales.
Del otro lado de la contienda electoral, para colmo, Trump observa a un partido demócrata que, si bien ya tiene en Joe Biden como candidato a presidente, no formula una crítica contundente contra la represión desde el Ejecutivo. De hecho, sus declaraciones estuvieron lejos de condenar los hechos y sí más en resaltar la necesidad de canalizar la bronca por otros carriles, cargando las tintas más en los manifestantes que en los responsables de la seguridad. ¿Más? Sí, también habló el propio Obama, con toda su relevancia detrás, y su voz cayó en una medianía que sucumbió a la fuerza centrífuga del momento.
Por eso también el actual mandatario se observa con confianza, más allá de los temores de una semana que aún amenaza con sorprender, pues sabe que lo que ocurra en noviembre depende prácticamente todo de su accionar.
El Coronavirus está confeccionando una marca dolorosa en Estados Unidos, y la crisis económica que arrastra es total, rompiendo todos los récords. Pero también deja en evidencia la otra marca, la indeleble, esa que expone un racismo atroz y corrobora día a día en cifras, pues son más los muertos negros que blancos por la pandemia, dadas las condiciones en que viven en su mayoría unos y otros; y son más los negros que blancos que sufren los avatares de la desocupación derivada, con la pobreza como emblema.
En ese combo, el asesinato de Floyd sacó, una vez más, pus del seno de la sociedad estadounidense, pero los actores no parecen querer cicatrizar la herida hasta la próxima vez, y por eso la incertidumbre reina rumbo a noviembre, con Trump al mando de las navajas.