Han pasado treinta años y pasarán treinta más y cincuenta más y cien más, pero los grandes trazos de la sideral gesta maradoniana se mantendrán inmaculados, con YouTube o sin YouTube, puesto que ha sido y será el peso del recuerdo y de la tradición oral el eje supremo del acontecimiento honrado. Acontecimiento por su carácter extraordinario y por pasmoso, honrado por su exigencia a ser evaluado con el debido respeto y la debida ponderación y asimismo generoso por herencia de significantes. Pocos sucesos, en la historia del deporte propiamente dicho, han condensado el abanico de lecturas, emociones y moralejas que el consumado el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca.
Pocos, urge que sea subrayado, más allá de las fronteras de la Argentina, que ya sería decir. Para nosotros (y salvadas las excepciones que cada quien desee puntuar), los nacidos en esta tierra o buenamente asimilados a ella, aquella victoria representó un opíparo desquite de la desdicha de Wembley 66 y una no menos dichosa tentación de registrarla en las mismas coordenadas que se cuecen las habas de la política, de la geopolítica y de la guerra, una guerra, La Guerra, cuyas heridas aún sangraban y dolían con su primigenia crueldad.
¿El deporte y la política no deben ser mezclados? ¡Por supuesto que no! Pero está visto que pocas cosas han sido y son más mezclables que el deporte y todo lo demás: huelga abundar en pelos y señales. Pero eso sí: en todo caso los goles de Maradona y el triunfo argentino tuvieron un valor simbólico (descomunal, pero simbólico al fin), que no invita a confundir a los gobernantes con los gobernados ni mucho menos a aplaudir a los fascistoides barrabravas argentinos que pretendieron vengar a los caídos en Malvinas con riñas de cientos contra cientos de hooligans en las calles de Ciudad de México. Triunfo simbólico, aquel del que mañana se cumplirán treinta-años-treinta, que fue en rigor literal en el estricto plano futbolístico que a la vez representó, según entiende el autor de estas líneas, el momento culminante del Mundial 86, interpretado lo culminante como el punto más alto de alguna cosa, su expresión principal y superior, y no ya su mera terminación.