Pocos delincuentes fueron tan violentos y sangrientos como Jorge Alberto Bonica, El Gato. Fue cruel, despiadado y mortal hasta que cayó bajo las balas policiales cuando tenía 29 años, en medio de uno de los tiroteos más infernales de la historia penal argentina. Fue el 24 de octubre de 1984, a tan solo cuatro cuadras del Departamento Central de Policía.
Era un nene cuando su madre lo trajo a Buenos Aires de su Entre Ríos natal. A los 12 años, ya había comenzado a incursionar en el mundo del delito: rompía vidrieras para robar en locales del centro. Por eso, cuando cumplió los 18, ya tenía más de diez ingresos a comisarías acusado de todo tipo de robos.
Integró varias bandas, pero con el correr de los años se tornó cada vez más violento. Una vez mató a un oficial del Ejército cuando escapaba de un robo y, desde ese momento, no paró. También asesinó a una jubilada, a quien le destrozó la dentadura a golpes. Y en uno de esos robos, ocurrido en Villa Crespo, cuando llegó la Policía, escapó por los techos tras treparse a una pared como un felino. Desde ese momento, lo llamaron El Gato, el apodo que lo acompañaría hasta su muerte.
A Jorge Colazo le decían Mantequilla. Con Bonica se hicieron socios, formaron una banda que se dedicaba al robo de autos y casas. Ambos se habían convertido en la pesadilla de la Federal y la Bonaerense. Los querían atrapar a cualquier precio. Mantequilla tenía casi la misma edad que El Gato y había pasado por varias cárceles del país.
Bonica con Colazo se hicieron inseparables a la hora de robar. Y se habían hecho amigos. Pero todo cambió un día con una joven que sería clave en la historia. Se llamaba Miriam Herrera y había estudiado en el Convento Santo Domingo de la calle Defensa, en la capital federal. A punto de convertirse en monja, pasó sin escalas del monasterio a un cabaret de mala muerte de los bajos fondos porteños.
Al cabaret se lo conocía como Pussy Cat y era frecuentado por delincuentes comunes, apostadores de los hipódromos y empleados portuarios. Miriam trabajaba como alternadora cuando Colazo la conoció. Primero fue su cliente, pero después la sacó de la prostitución, se había enamorado y la quería sólo para él.
Miriam vivió poco tiempo con Colazo. Ocurrió que Bonica, que tenía dos hijos chicos con su primera mujer, ni bien la vio le juró amor eterno. Cuenta la historia que fue un flechazo a primera vista. El Gato y la joven, desde ese momento, fueron inseparables. Mantequilla le dijo a su socio que no había problemas, que no le importaba. Pero no era cierto, y eso generó una rispidez que fue creciendo con el correr de los días.
El Gato Bonica, con el paso del tiempo, se fue dando cuenta de que Colazo se vengaba con el bolsillo. El reparto de los botines era desparejo, lo mejor se lo quedaba él. El último robo juntos fue en la casa de un arquitecto. Fue en setiembre de 1984 cuando Colazo, después del asalto, se acostó a dormir una siesta en la guarida que ambos tenían en Buenos Aires. Cuando se durmió, Bonica lo maniató, después lo torturó abriéndole la boca con un gancho, le provocó lesiones en los genitales y, por último, lo ejecutó de un tiro en la sien.
En los días sucesivos, fueron apareciendo restos de un hombre descuartizado en distintos barrios de la Capital Federal. En la División Homicidios de la Policía Federal lo identificaron por los tatuajes. El Gato Bonica, el delincuente más buscado de entonces, había matado a su socio y eso, claramente, era una traición a los "códigos" de la delincuencia. Su suerte se había terminado, tarde o temprano lo iban a delatar.
El Gato, que se escondía todo el tiempo de la Policía, tuvo tiempo para realizar una maniobra extremadamente audaz. Un jefe de Homicidios, una noche, al llegar a su casa de Ituzaingó, vio que desde un auto le hacían señas de luces, aunque el conductor de inmediato arrancó y se perdió en la oscuridad. Al otro día recibió un llamado en su oficina: .Jefe, soy Bonica. Anoche le hicieron señas de luces, pude haberlo matado y no lo hice. Sáqueme los 'perros' de encima y me borro", fue la frase que escuchó.
Pero la traición se paga, se dice en el mundo del hampa. Fue en un cabaret de la avenida San Juan al 2500 donde una prostituta le pasó la información a la Policía. Bonica, con su novia, se escondían en el departamento 10º G del edificio de Hipólito Yrigoyen 1310, a tan sólo cuatro cuadras del Departamento Central de Policía.
En la madrugada del 24 de octubre de 1984, los policías de Homicidios llegaron al edificio, subieron por el ascensor y golpearon la puerta: "¡Entregate, no podés escapar!", fue el grito que se escuchó. Nadie abrió. Cuando rompieron la puerta, empezaron los tiros. Los testigos contaron que la primera que tiró fue Miriam, que cubría sus senos con unos corpiños negros. La chica cayó muerta a los pocos minutos. También resultó herido el policía Luis Fuenzalida, que recibió dos impactos de bala en el chaleco y uno que le destrozó el tobillo.
A sangre y fuegoLos oficiales Belcuore y Verti, que se acercaron a la puerta del 10º G cuando escucharon la voz de El Gato que gritaba "me entrego", luego de arrojar por las escaleras una pistola calibre 45, fueron atacados a traición. Bonica salió con un revólver en cada mano y los mató.
En la acción también participó un policía de la bonaerense, José Salguero, que sufrió graves heridas al igual que Fuenzalida. También murió esa madrugada Cristina Arce, de 62, una vecina del 9º piso que se asomó a ver, asustada por los disparos.
Bonica no se iba a entregar. Es más, cuando un helicóptero de la Federal sobrevoló el lugar para intentar rescatar a los heridos, El Gato le hizo estallar el reflector con balazos y el piloto tuvo que tomar más altura.
A las 5.45 de la madrugada, casi cuatro horas después de iniciado el tiroteo y cuando ya había unos 120 policías en el lugar, arrojaron gases lacrimógenos y entraron a sangre y fuego. Bonica fue encontrado en el piso, muerto en medio de un charco de sangre y con las armas aún entre sus manos.