Algún hombre (¡o mujer!) dirá que también podría ser un hombre. Y otra vez habrá que explicarle que no: que, curiosamente, a los hombres no los están matando cada 30 horas. Que los hombres no tienen miedo de que los violen, los descuarticen, los dejen cuidadosamente guardados en una caja de madera, les tiren cal, los prendan fuego, los empalen. Los hombres no tienen que estar cuidándose en el transporte público de que los apoyen, de que los manoseen, de que les respiren cerquita. Los hombres no saben lo que es que se te acerque un desconocido en la calle y te diga despacito al oído: “Cómo te chuparía la concha”. No saben lo que es cruzar de vereda para evitar las opiniones de otros sobre vos. No saben lo que es que te puteen de auto a auto, sólo porque sos mujer. No saben lo que es que te traten de puta porque te acostaste con un tipo que apenas conocías. No saben lo que es que te juzguen por lo corta que es tu pollera o lo ajustado que es tu escote.
Nadie más que una mujer sabrá nunca lo humillante que es que otro crea que tiene poder y permiso para opinar sobre tu cuerpo, para mandar tus fotos en los grupitos de WhatsApp, para ponerte apodos o puntaje de acuerdo a tu físico, para contar abiertamente lo bien que la chupás o lo mal que te movés. Nadie.
Y no se trata de revancha o venganza: las mujeres no queremos que los hombres pasen por esto. Sólo queremos que los hombres (y las mujeres) dejen de cosificarnos, de opinar sin que nadie les pregunte, de forzarnos, de violarnos, de matarnos, de descuartizarnos. Y que los padres y las madres dejen de criar princesas débiles y príncipes fuertes. Y que la escuela eduque desde los primeros años y destierre los nefastos legados del Patriarcado. Y que, si es necesario, esos chicos sean los que tengan que reeducar a sus padres y a sus madres.
Me pregunto quién será la próxima. Quien ya mismo está siendo captada, secuestrada, manoseada, obligada, violada, asesinada en este preciso instante en que se amontonan las palabras. Me pregunto si será la hija de una vecina, una conocida, mi amiga. Me pregunto si seré yo. Me pregunto en qué lugar, en qué barrio, en qué esquina será. Y en qué momento: ¿cuando salga de mi casa a la madrugada? ¿Cuando esté entrando el auto en la cochera? Y también me pregunto quién: ¿el tipo que pasa en bicicleta por la puerta de casa y que yo podría jurar que sabe mis horarios? ¿El de la parada del colectivo? ¿El pibe que viene caminando rápido atrás mío?
Me pregunto después qué dirán de mí. Si cuestionarán que andaba “sola” a la noche en el auto. Si publicarán una foto de mi Facebook en la que tenía un jean muy ajustado. O si, por el contrario, dirán que era un ejemplo, que no merecía esto, que trabajaba mucho, que cubría las marchas de #NiUnaMenos, que mirá lo que es el destino que justo a ella, que se cuidaba tanto. Y desde algún lado yo sonreiré, socarrona, y diré que no importa cuánto me cuidaba y cuidaban, diré que de poco sirvió ser más o menos puta, diré que otra vez llegaron tarde. Y pasaré a ser una más en la escabrosa lista. Y marcharán por mí, como yo marché por otras. Y después de mí vendrá otra y otra y otra más. Y seguramente alguien, en algún lugar del país estará preguntándose ahora mismo quién será la próxima. Y sabrá entonces que ya es tarde, que esa próxima ya ES la nueva víctima. Y que habrá otra. Y otra más. Y otra.
Ante una situación de violencia de género, siempre es recomendable realizar la denuncia. Se puede llamar al 144. También se puede acudir a Comisarías de la Mujer y la Familia o, eventualmente, a cualquier comisaría cercana. También se puede recurrir al Juzgado de Garantía de turno o fiscalía. Acá,todos los organismos dependientes del Estado Nacional donde se podrán hacer las consultas y las denuncias pertinentes.