Desde la más remota antigüedad, el séptimo infante del mismo sexo de una familia fue considerado poseedor de poderes especiales que lo iban a diferenciar del resto de los niños de ese mismo hogar.
La tradición habla de un séptimo hijo del mismo sexo, sea hombre o mujer, el que nacía con poderes especiales. Durante el siglo XIX, en Europa era muy común esa creencia de que estos séptimos hijos o hijas nacían con un intelecto superior, y entre esos misteriosos dones estaba el de ser poseedor de doble visión y tener poderes de premonición, lo que los hacía ser capaces de predecir el futuro.
También se les atribuían poderes curativos. Así es que se los podía ver con mucha frecuencia representados en pinturas acompañadas de perros y de cualquier otro tipo de animales domésticos que en la realidad representaban los espíritus, o los fantasmas o simplemente seres de otros mundos. Según las tradiciones que han llegado hasta nuestros días, estos niños o niñas tenían misteriosas conexiones con distintos planos de la existencia terrenal y espiritual.
No es nada difícil comprender de dónde provenía el origen de esta superstición sobre el descendiente número siete del mismo sexo.
El siete es un número que desde lejanos tiempos de la humanidad es considerado sagrado. Los alquimistas y los seguidores de Pitágoras lo tomaron así, al tener en cuenta que siete era el número de los planetas conocidos en la época y por lo tanto el siete pasaba a ser el número que representaba la totalidad cósmica.
Al tener en cuenta esta apreciación, durante mucho tiempo al séptimo hijo varón se lo llamaba Séptimus y se lo destinaba al estudio de la medicina. Desde su más tierna infancia el niño era introducido en una disciplina científica para que pudiera canalizar a través de ella sus poderes innatos para la curación.
En el país
Al tomar como base no sólo las tradiciones orales sino también las escritas, en la Argentina y en especial en la Argentina campera, el tener un séptimo hijo varón era como una maldición. Ello se debía al hecho de que ese séptimo hijo varón al llegar a la edad adulta, en las noches de plenilunio, se convertiría en un lobizón: es decir un engendro maléfico de lobo.
A partir de la medianoche, en las noches de Luna Llena, el pelo empezaba a recubrir manos, brazos, rostro... todo el cuerpo y una vez que adquiría la pelambre propia de un lobo, afilados colmillos reemplazaban a sus simples caninos. Poseedor de una fuerza descomunal, se diría sobrehumana, con todos los sentidos agudizados por la metamorfosis, rápido como el rayo, salía a cometer fechorías, a asesinar, no sólo animales sino a seres humanos. Las leyendas hablan que al día siguiente aparecía en su cama cubierto de sangre.
La creencia era tan difundida y temida que en Argentina para tratar de minimizar la maldición se instituyó que el presidente apadrinara al séptimo hijo varón de una familia con la finalidad de desarraigar ese estigma con el que nacía. De este modo, para terminar con la maldición en vez de sufrir una discriminación, era apadrinado por el Presidente de la Nación.... y aún hoy día se lo sigue haciendo, si bien se ha extendido la tradición en apadrinar al séptimo hijo tanto varón como mujer.