Bajo la dinámica de un tránsito tan tumultuoso y perturbado, Racing debate su existencia. Buscando chivos expiatorios no va a encontrar el rumbo futbolístico e institucional que perdió hace varias décadas. La militancia extrema y efectista por la Academia terminó generando un sentimiento de frustración y resentimiento muy complejo de encauzar.
Desde hace décadas, Racing parece vivir en llamas. Como si las circunstancias y los distintos episodios lo empujaran inevitablemente a estar colgado de un pincel. Cuando los chivos expiatorios no son los árbitros, son los jugadores propios o ajenos, o los técnicos, o los dirigentes, o la AFA, o los periodistas, o los intermediarios, o la clase política, o los sindicalistas, o el establishment, o los factores de poder multisectoriales, o  los fantasmas del pasado, del presente y del futuro.
   En ese escenario donde todo está demasiado revuelto y sospechado, Racing se fue convirtiendo en una víctima directa de su propia creación. Se admira y se celebra la  adhesión de su gente a la liturgia académica. Se reconoce la fidelidad a una camiseta y a un sentimiento. Se valora la pertenencia a una pasión que no se extingue. Pero el estado de  exaltación y crisis permanente que naturalizó Racing lo está llevando a un nivel de frustración y resentimiento muy difícil de manejar.
   Nadie le niega a sus fieles el amor incondicional que le profesan a la Academia. Nadie le niega esa procesión de fe futbolera que lo acompaña en cada partido. Nadie subestima ni su entrega ni su apoyo monumental. Pero no es suficiente. No alcanza. El caudillo oriental Obdulio Varela pronunció una frase demoledora en ocasión del partido entre Uruguay y Brasil el 16 de julio de 1950, cuando se produjo el Maracanazo: "En la cancha somos once contra once y los de afuera son de palo".
   Obdulio se refería a la multitud impresionante de brasileños que colmaban el mítico estadio enclavado en uno de los suburbios de Río de Janeiro. "Los de afuera son de palo", repitió el Negro Jefe, arengando a su equipo, minutos antes de salir por el vestuario rumbo a la cancha. El final quedó consagrado como la jornada más épica del fútbol mundial: Uruguay, después de estar abajo 1-0, ganó 2-1 y conquistó la Copa Jules Rimet ante la incredulidad y el silencio hiriente de 200.000 personas.
   El mensaje que aquella tarde de hace 64 años pronuncio Obdulio, trasciende largamente a su tiempo. Y sigue vigente, aquí, allá y en todos lados. Los de afuera son de palo, mal que les pese a muchos o a pocos. Los que protagonizan los partidos son los jugadores. No los hinchas. En Racing, esta realidad gigante, logró ponerse en duda. Colocaron el carro delante de los caballos. Y se fue instalando que desde las tribunas, desde el fervor, desde el aliento, desde el color y desde una euforia sobrevendida y  también alimentada por algunos medios oportunistas, podían ganarse partidos y campeonatos.
   Nada más falso. Y más superficial. Esa ficción, en definitiva, tomó la estatura de una realidad incontrastable. Pero nunca dejó de ser una ficción. La militancia por Racing terminó desbordando todo. Lo que siempre sobró fue voluntarismo, mientras faltaron algunas señales perdurables. No certezas, porque el fútbol no las ofrece, pero sí una cuota más importante de previsibilidad. Y de proyecto colectivo.  
   La victimización recurrente a la que suele apelar Racing ante cada contratiempo es un síntoma evidente de su confusión e impotencia. Y de su gran desconcierto. Porque no hace pocos años que se siente perseguido Racing. ¿Perseguido por quién? ¿Por quiénes? ¿Por los poderes de turno? ¿Por la AFA? ¿Por la sinarquía internacional? Las preguntas no resisten un análisis serio. Racing se persigue a sí mismo. Y se inmola. Una y otra vez. Hasta el hartazgo. O hasta el delirio.
   La grandeza de Racing no se discute. Nadie podría discutirla. Pero no es necesario proclamarlo los 365 días de cada año para que quede inscripto como un documento histórico. Denuncia debilidad revelar las grandezas propias con una perseverancia casi intransigente. Nadie es más grande porque lo repita frente a un auditorio durante la mañana, la tarde y la noche. Nadie es más grande porque muestre las credenciales a cada paso. Nadie es más grande porque quiera serlo.
   La apología del racinguismo extremo y furioso en que ha caído la Academia, lo único que provocó fue galvanizar sus zonas más erróneas. Porque el espejo no devolvió plenitudes. No irradió fiestas auténticas. No promovió festejos sinceros por logros obtenidos. Hace muchos años, seguramente demasiados, Racing vive mirando otros amaneceres y otros crepúsculos.
   Su hora no la va a construir poniendo siempre el grito en el cielo. Precisa cultivar la armonía. Dentro y fuera de la cancha. Y mirar bien por donde camina para no dejarse tentar por iluminados o salvadores. Porque si sigue pisando el jardín nunca van a crecer las flores.                            

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