El autor, especialista en salud sexual y reproductiva (MP 32624), propone métodos anticonceptivos de larga duración porque representan una oportunidad concreta para reducir el embarazo no intencional y mejorar la salud pública de manera sostenible.
En el marco del Día Internacional de Acción por la Salud de las Mujeres, que se celebra todos los 28 de mayo desde 1987, toma relevancia la necesidad de planificar políticas públicas que permitan el goce pleno de la salud integral de las mujeres, sobre todo cuando hablamos de planificación familiar. Uno de los problemas más graves que enfrentamos, especialmente en América Latina, es el embarazo no intencional en adolescentes. Y aunque las cifras muestran una caída sostenida, los desafíos estructurales siguen vigentes.
Todavía hoy, en la Argentina, el 13% de los nacimientos corresponden a madres menores de 20 años, y la gran mayoría de esos embarazos no fueron planificados. Esto impacta de forma directa en la vida de esas adolescentes: abandono escolar, acceso a trabajos precarios, y limitación en sus posibilidades de desarrollo personal, profesional y económico. Pero el impacto no se detiene ahí: también alcanza a sus hijos e hijas, a sus familias, y a la sociedad en su conjunto.
Frente a este escenario, los métodos anticonceptivos de larga duración representan una oportunidad concreta para reducir el embarazo no intencional y mejorar la salud pública de manera sostenible. Implantes subdérmicos y dispositivos intrauterinos ofrecen de 3 a 10 años de anticoncepción segura y eficaz (según el método y modelo). No dependen del uso diario ni de la memoria de la usuaria. Son discretos, accesibles y, lo más importante, protegen de manera prolongada. Sin embargo, su adopción masiva sigue siendo un desafío.
Hoy no basta con decir que los métodos existen. Hay que garantizar que estén disponibles en el sistema público y en el privado, que los profesionales de la salud estén capacitados para colocarlos y hacer seguimiento, que las adolescentes y mujeres reciban información clara, accesible y libre de juicios. La falta de conocimiento, el miedo a lo desconocido y las barreras de acceso siguen siendo obstáculos que no podemos minimizar.
Cuando se diseñan políticas públicas para prevenir embarazos no deseados en adolescentes, es imprescindible que los gobiernos —nacionales, provinciales y municipales— cuenten con direcciones de salud reproductiva activas, lideradas por personas formadas y sin prejuicios ideológicos, o dogmas. Es igualmente importante que se asignen recursos no sólo para la compra de anticonceptivos, sino también para capacitar a equipos de salud en todos los niveles del sistema.
A su vez, la provisión de métodos no puede quedar únicamente en manos médicas. Obstétricas y enfermeras deben estar plenamente integradas a las estrategias de acceso. Y todo esto debe estar acompañado por sistemas de referencia eficientes, para que quienes trabajan en zonas rurales puedan derivar a pacientes sin trabas ni burocracias.
Salud y educación deben coexistir. La educación sexual integral debe comenzar temprano, entre los 10 y 11 años, para que niñas y niños lleguen a la adolescencia con herramientas, información y autonomía. Porque hablar de embarazo no planificado también es hablar de relaciones sexuales no protegidas y del riesgo de infecciones de transmisión sexual, incluido el VIH.
Prevenir no es un acto de coyuntura, es una decisión sostenida en el tiempo. No se trata de ideología ni de colores partidarios. Una mujer que no quiere embarazarse no debería encontrar obstáculos según quién gobierne. Su derecho debe ser el mismo, viva donde viva, gane lo que gane, y piense como piense.
Invertir en métodos anticonceptivos de larga duración también tiene un impacto ambiental positivo. Un embarazo no planificado implica más consumo de recursos: pañales, transporte, escuelas, infraestructura. La prevención, en cambio, es más ecológica, más económica y más sustentable.
No alcanza con anunciar medidas ni con llenar depósitos de insumos. No basta con comprar. Hay que comprar, sí, pero también garantizar la logística, formar equipos de salud, acercar la información con claridad y educar a las mujeres para que puedan decidir con libertad y respaldo. Porque el acceso no es real si depende del azar o del contexto.
Las mujeres, por supuesto, usan métodos: píldoras, condones, inyectables. Pero muchas se cansan. Se cansan de depender del reloj, de los olvidos, de las barreras cotidianas. Y cuando eso sucede, los métodos anticonceptivos de larga duración ofrecen una alternativa poderosa, segura y sustentable. Con tasas de eficacia similares a la ligadura tubaria, con años de protección y sin exigir intervención constante, representan una solución concreta que devuelve autonomía y tranquilidad.
En ese contexto, apostar por los métodos de larga duración es apostar por una política pública inteligente, inclusiva y transformadora.