Desangrándose, pensó en pedir ayuda. ¿Valdría la pena? Pudo ver como quien parecía ser el jefe desenfundaba su arma y se aprestaba a pegarle el tiro de gracia.
En sus instantes finales, Martín quiso gritar para impedir ese disparo, pero cuando se disponía a hacerlo, una voz interior le dijo que no lo hiciera. No era cuestión de escandalizar ni molestar a nadie. Ni a los asesinos que estaban por rematarlo entre risas.
Sobresaltado, se despertó. Era uno de los pocos sueños que recordaría en toda su vida. Por lo general, su mente se ocupaba de borrar todo vestigio de su inconsciente, no fuera cosa que le trajera complicaciones. Mejor mantenerlos bien sepultados. Aun agitado, recordó la pesadilla. ¿Cómo era posible que tuviera que ser correcto aun en semejante situación? ¿Y acaso eso era ser correcto?
Trato de no juzgarse, para no impedir que fluyeran las emociones. Los juicios solían obturar cualquier sentimiento, en especial aquellos que no eran políticamente correctos. Había que ser bueno, justo, educado, moral. Como si el corazón humano no conociera emociones lujuriosas, homicidas, y las de todos los pecados capitales.
¿Tenía algún sentido intentar ser correcto a costa de uno mismo?
No hizo falta contestarse. El dolor interior por ser un buen alumno y lograr lo que los demás esperaban de uno, era mucho mayor que el romper con mandatos y animarse a ser lo que uno esperaba de sí mismo. Pero, ¿qué era lo que él esperaba de sí mismo?
Reexaminándolo detenidamente, encontró sólo razones de otros. Que por supuesto, Martín ya había asumido como propias. Pero no lo eran. Anhelos y frustraciones paternas, mandatos de otros familiares y personas influyentes, promesas de recompensas sociales, habían definido lo que Martín quería ser. Nada de eso le era propio. Eran solo condicionamientos externos.
Se enojó al sentirse maniatado. Le pareció terrible aceptar que su preocupación por no quedar mal, era más fuerte que el instinto de supervivencia. ¿A tal extremo podía llegar el condicionamiento externo?
Cuando su ira y violencia interna cedieron, tuvo ganas de llorar.
¿Qué lugar podía existir para ser quien era, si había que cumplir férreas normas de otros? Pensó en los bonsái, tan apretados en un espacio decidido por otros. O en los buenos alumnos.
Volvió a la escena del crimen. ¿Qué debería haber hecho? Gritar. Gritar fuerte. Seguramente no habría impedido su muerte, pero el impulso vital habría prevalecido por sobre las normas. Y la vida, salvo para los bonsái, nunca entraba en una maceta. O al menos, no sin un costo muy alto.
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