No le temblaba el pulso. Para beneficiar a la Unión de Camioneros, Jimmy Hoffa era capaz de emplear las peores prácticas. Estaba convencido de una frase hecha: el fin justifica los medios. Amenazas, coimas, extorsiones y golpizas, cualquier brutalidad era corriente en su itinerario. Y, a lo largo de su primera gestión como presidente de dicho gremio, entre 1957 y 1971, esos métodos dieron unos resultados impresionantes.
Bajo su liderazgo, los trabajadores ampliaron sus derechos y consiguieron sueldos extraordinarios. Este desempeño, y esas formas, dividieron a la opinión pública; héroe para algunos, villano para otros.
Mientras se encargaba de empoderar a los suyos, su figura se agigantaba. Los medios se interesaron en su persona, y eso le encantaba. Frente a las cámaras, se mostraba irreverente, agresivo, polémico. Poco le interesaba que se publicaran sus vínculos con las mafias a las que utilizaba como brazo armado o se expusiera su familia. Se sentía impune.
Si recibía alguna citación por parte de la Justicia, no tardaba en sobornar al jurado y mostrarse como un caudillo perseguido. Y en parte era cierto, se había ganado muchos enemigos: empresarios, políticos, y periodistas… todos lo tenían en la mira. Ante esta exposición, John F. Kennedy y su hermano, el Fiscal General “Bobby” se empeñaron en acusarlo de manipular a los tribunales, sobornar a autoridades y cometer fraudes. Así lograron apresarlo, y él perdió su mayor obsesión: el poder.
Aunque pudiera manejar algunos hilos desde la cárcel, ya no se sentía la voz de los transportistas y empezó a desconfiar de su entorno más cercano. Siete años después, ya libre gracias a que Richard Nixon conmutara su pena a cambio de financiar la campaña del Partido Republicano, su interés fue recuperar el trono. Pero en esta vuelta, sus ambiciones lo traicionaron.
Desesperado por ascender, Hoffa perdió la muñeca que lo había caracterizado. Habló más de la cuenta y expuso a quienes trabajaron en las sombras para encumbrarlo. Se desataba ante cualquier pregunta de la prensa, no dudaba en exponer a miembros del crimen organizado y relatar los modus operandi más escabrosos. Y eso no sería gratis. Viejos adversarios, como así también antiguos aliados, se sintieron tocados y tuvieron un objetivo en común: su cabeza.
Finalmente, el 30 de julio de 1975, el sindicalista telefoneó a su esposa desde el estacionamiento del restaurante “Manchus Red Fox”. Se estima que esa llamada fue una suerte de despedida: él sabía que iban a "pintar casas" con su sangre. Como su cuerpo no apareció, la prensa se divirtió con una serie de especulaciones y su muerte se transformó en uno de los misterios favoritos de los estadounidenses –incluso muchos recordarán chistes al respecto en Los Simpson o Breaking Bad (2008-2013)-.
Se leyó de todo sobre su cadáver -qué había sido triturado, quemado, ahogado-, como también que aún respira oculto en una mina o paseando por Brasil. Pero la versión más factible es el ajuste de cuentas que narra Martin Scorsese en El Irlandés (The Irishman, 2019) y salió a la luz en un libro publicado en 2009. En este relato -que algunos historiadores señalan como falso-, Frank Sheeran cuenta como tuvo que matar a su buen amigo en un ajuste de cuentas a pedido del célebre mafioso Russell Bufalino.
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