La nueva consagración de Alemania obteniendo la Copa Confederaciones frente a Chile desató en el ambiente del fútbol argentino elogios desmesurados respecto a la selección que conduce Joachim Löw. Esta especie de enamoramiento fulminante, revela también la adoración por la victoria y su vinculación directa con la tilingueria vernácula.

Ahora que se apagaron un poco las luces por la conquista de Alemania de la Copa Confederaciones en la final del pasado domingo frente a Chile, es hora de moderar los discursos triunfalistas tan habituales en estas circunstancias y de reconstruir el paisaje de la consagración germana.

Esta Alemania alternativa (la mayoría de los jugadores titulares de la selección no participaron de la competencia) ganó el trofeo, pero fue inferior a Chile. Inferior en juego, en variantes ofensivas, en recursos colectivos y en el plano de las situaciones de gol que dispuso. Chile superó con claridad a Alemania, aunque la derrota por 1-0 diga lo contrario.

Sin embargo, el ambiente del fútbol argentino glorifica a Alemania como si hubiera montado en Rusia un verdadero y exquisito show del fútbol. La realidad indicó que no existió tal show. Que sumó un nuevo título porque supo aprovechar de manera integral una mala salida desde el fondo del volante Marcelo Díaz, cuando Alemania estaba siendo vapuleada por Chile con una determinación y agresividad nunca antes expresada por una selección trasandina.

A partir de la victoria de Alemania (subordinada a meterse en su propio campo, defender los espacios muy cerca de su arquero y jugar de contraataque), los elogios que recibió fueron desmesurados. Como si estuviéramos en presencia de un modelo futbolístico irresistible, capaz de revolucionarlo conceptualmente.

Tanta superficialidad no es sorprendente por estas tierras. Cuando Uruguay obtuvo en 2011 la Copa América organizada en la Argentina, se interpretó poco menos que Uruguay estaba transitando por un camino excepcional. Se habló en la Argentina del modelo de Uruguay, de las ideas superadores de Uruguay, del brillante trabajo de base que realizaba Uruguay, del pensamiento innovador del entrenador Oscar Washington Tabárez, de las estructuras y los centros de formación que se habían gestado para darle a Uruguay una cosecha de triunfos y enormes reconocimientos.

Esta admiración explosiva por “las ideas modernas y renovadoras” del fútbol oriental duró poco. ¿El motivo? No volvió a dar otra vuelta olímpica. Y esa franela infernal siempre sensible a la victoria, se tomó una larga pausa sin que nadie pusiera otra vez en foco el gran crecimiento que (según sus exégetas) había experimentado Uruguay, siempre muy dispuestos a acariciar y bendecir al campeón.

Con Alemania ocurre algo parecido. Es cierto, el fútbol alemán hace poco más de una década encaró una tarea de fortalecimiento conceptual de sus jugadores, desde sus etapas de formación. Es cierto, el fútbol alemán ahora denuncia un estilo con control y circulación de la pelota. Es cierto, juega como si readaptara su esencia al fútbol sudamericano. Con la pelota muchísimo más por abajo que por arriba. Y con la intención de alentar la elaboración.

Pero Alemania no es Brasil 70. Y para amplios sectores del fútbol argentino, parece que lo fuera. Alemania no es Holanda del 74. Y para amplios sectores del fútbol argentino, parece que también lo fuera. Estas exageraciones no son casuales: Alemania es el último campeón del mundo consagrado en Brasil 2014, en aquella final en que Argentina no fue superada e incluso fue más desequilibrante que Alemania pero menos contundente. Por eso perdió 1-0 cuando tuvo todo para ganar. Alcanzaría con recordar los mano a mano con el arquero Neuer que dilapidaron Higuaín, Messi y Palacio.

Pero ganó Alemania en tiempo suplementario. Y su fútbol quedó sublimado como una partitura futbolística perfecta. Si hubiera caído ante Argentina como pudo haber ocurrido, las grandes y extensas dedicatorias hacia Alemania se hubieran desvanecido como por arte de magia. Lo que ratifica una vez más que el triunfo exalta y amplifica las virtudes y muchas veces hasta es cortesano de los errores.

Ahora Alemania acaba da abrazar la Copa Confederaciones sin dejar flashes para el recuerdo. Fue certera y eficaz. A Chile, en cambio, le faltó la última puntada. Nada más. O nada menos. El pase a la red, diría el Flaco Menotti. Alemania se terminó llevando todo aguantando siempre el partido. No protagonizándolo. No manejando la pelota. No imponiendo condiciones. Las condiciones las impuso Chile desde el arranque aunque después de los 90 minutos se haya quedado con las manos vacías, lo que no invalida su ascenso a nivel mundial.

Por supuesto que fue destacada la labor que desarrolló antes el entrenador Jürgen Klinsmann (hasta el Mundial de 2006) y desde hace 11 años Joachim Löw. La revitalización y vigencia del fútbol alemán es evidente. Nadie la niega. Pero no hay una máquina alemana como se anticipa. No hay un juego magnífico que sorprenda. No hay cracks, como lo eran Franz Beckenbauer, Paul Breitner, Wolfgang Overath, Rainer Bonhof y Gerd Muller, por citar a aquella Alemania que venció a la Holanda de Johan Cruyff en 1974. No hay, en definitiva, puestas en escena individuales ni colectivas realmente admirables (más allá de la buena idea que revela), como se pretenden vender en las tiendas del fútbol moderno.

La tilingueria del fútbol argentino hoy se hace encima por Alemania. Es habitual. Alemania gana, como ya ganó en tantas otras oportunidades conquistando cuatro mundiales. Si el último domingo hubiera ganado Chile, como lo merecía, hoy Chile (para esa tilingueria) estaría por las nubes. Como Uruguay en el 2011. O como Alemania ahora.

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