Casi que se han escrito libros sobre la relación tumultuosa que habrían mantenido Martín Palermo y Juan Román Riquelme mientras vestían la camiseta de Boca. Sin embargo cada vez que se le presenta la oportunidad, Riquelme elogia las cualidades específicas de Palermo en su rol naturalizado de goleador implacable. No ocurre lo mismo con Palermo. Cuando le preguntan por Román denuncia un aire indisimulable de cierto resentimiento. De heridas, que más leves o más profundas, todavía no cicatrizaron.
Las últimas palabras que en estos días pronunció Riquelme sobre Palermo fueron otra vez reveladoras de su pensamiento: “Dentro del área fue el mejor, no erraba nunca. Nosotros sacábamos del medio y sabíamos que hasta el área contraria jugábamos con uno menos. Teníamos que llevar la pelota hasta ahí y entonces jugábamos quince contra diez”.
¿Cuál fueron las actitudes de Riquelme que Palermo nunca terminó de digerir? Su autonomía. Su independencia. Y esa dimensión de jugador que hace todo lo que quiere hacer. Aunque está claro que nadie hace todo lo que quiere. Pero Palermo siempre observó a Román como un librepensador del fútbol que no le debía nada a nadie. Porque se autoabastecía. Y porque el ambiente del fútbol reconocía esa virtud extraordinaria, más allá de la devoción que siempre le profesaron los hinchas boquenses.
Riquelme, en definitiva, es el ídolo número uno de Boca. Incluso por encima de Diego Maradona. Y de Guillermo Barros Schelotto. Y de Carlos Tevez. Y de Rojitas. Riquelme expresa la carnadura del ídolo que no parece serlo pero que sin embargo lo es. Como, por ejemplo, Ricardo Bochini en Independiente. El ídolo sin estridencias que perdura de generación en generación. Y que con el paso de los años es cada vez más valorado.
Palermo, en cambio, nunca despertó unanimidades. Ni aun anotando todos los goles que anotó. No le alcanzaron los 237 goles que convirtió en 404 partidos defendiendo a Boca para erigirse como una figura incuestionable. Por el contrario: siempre fue cuestionado, como si aquella especialidad de hacer golcitos y golazos en partidos domésticos e internacionales no fuera suficiente para ubicarlo por afuera de cualquier polémica.
Si a Palermo lo atravesaba una rachita negativa (se le cerraba el arco durante algunos encuentros), reaparecían de manera sistemática las críticas más o menos oportunistas a sus debilidades para manejar y controlar la pelota. De allí que Riquelme haya manifestado que “hasta el área contraria jugábamos con uno menos”. Ese “uno menos” era Palermo. Al que el histrionismo de Juan Carlos Lorenzo en 1997 llegó a descalificar planteando que tenía “pies de mármol”, de tan torpe y atropellado que lo veía por aquellos años cuando arribó a Boca proveniente de Estudiantes.
Ganó finalmente Palermo el crédito y el reconocimiento que siempre buscó con una entrega y una perseverancia notable. Y lo conquistó. Pero de ninguna manera pudo atrapar la admiración incondicional que genera Riquelme. La admiración a su inteligencia. La inteligencia aplicada para interpretar todos los misterios del fútbol. En esta reivindicación permanente de Riquelme, también se celebra una sensibilidad particular por el juego.
Más bien que Román no tuvo la eficacia goleadora de Martín. No era esa su función. Tampoco la cultivaba. Pero igual que Bochini (que sin dudas fue superior a Riquelme), trascendió el rubro estadístico de la eficacia. No se mide en goles a Riquelme. Y sí se mide en goles a Palermo.
Como no se mide a un ídolo por la cantidad de títulos obtenidos. Los números siempre reflejan verdades parciales. Porque entre otras cosas no registran la belleza. Ni el talento.