Es insuficiente, precario e incluso de mal gusto, medir en números y en conquistas la colosal jerarquía futbolística que encerró la figura de Alfredo Di Stéfano. O de precisar los goles que hizo. O la cantidad de títulos que ganó en la Argentina y en Europa. O los partidos que jugó.
Esa medida de las cosas para calibrar su aporte es inútil. Escasa. Superficial. Y hasta ofensiva. A Di Stéfano, al igual que todos los gigantes que caminan por la vida dejando algo mucho más sustancial y emotivo que cifras, récords, trofeos y episodios más o menos perdurables, hay que valorarlo y reivindicarlo a partir de la belleza revolucionaria que supo irradiar. Y la belleza, en este caso futbolística, nunca se logra transmitir y contagiar desde el rigor estadístico que imponen los números. Porque son absolutos. Y delatan lejanía.
Los contenidos de Di Stéfano trascendieron largamente esos valores. Y esas páginas llenas de datos congelados que cuentan todo lo que hizo en River, en Millonarios de Colombia y en el Real Madrid, especialmente.
El siempre lo supo y lo interpretó sin veleidades. Por eso nunca sacó chapa ni peló credenciales para demostrar que su carrera estaba saturada de consagraciones (8 titulos de liga con el Real, 5 Champions consecutivas, antes bautizadas como Copa de Campeones de Europa) y de goles: 816 en 1127 partidos. Quizás por eso Alfredo siempre prefería hablar de fútbol. Del juego. Y de los jugadores que enfrentó, que veía y que soñaba desde las imágenes entrelazadas que van y vienen como flashes del ayer y del presente.
Si el holandés Johan Cruyff se elevó a la cumbre en la década del 70 como una expresión extraordinaria del jugador total, Di Stéfano fue, precisamente, el creador más brillante y más abarcador del jugador total. El descubrió ese paisaje. Y ese horizonte inexplorado.
Si Cruyff se inspiró o no en Di Stéfano para interpretar los grandes misterios ocultos o revelados del fútbol, solo él lo sabe, aunque en alguna oportunidad lo deslizó. Pero de lo que no queda ninguna duda es que Di Stéfano fue el primero que advirtió que un campo de juego de 105 metros de largo por 70 de ancho le permitía jugar en toda la geografía del campo. Y romperla en toda la cancha con una entrega y eficacia que hasta hoy no registra precedentes. Porque Cruyff fue un monstruo. Pero Di Stéfano fue un monstruo a tiempo completo (su vigencia se extendió durante una década y media), marcándole al fútbol un ritmo y una dinámica sin equivalencias.
Así jugó. En todos los sectores. En todos los escenarios. En todos los contextos. Con el mismo compromiso. Con la misma inteligencia. Y con la misma lectura y panorama para hacer lo que la jugada individual o colectiva demandaba que había que hacer.
Es cierto, lo distinguía entre otras calidades, una velocidad de desplazamientos infrecuente en cualquier época. Pero a esa quinta velocidad, Di Stéfano le sumaba una enorme sensibilidad para coordinar todos los movimientos. Los más finos. Los más precisos. Los más ricos. Los más efectivos. Sobre todo los más efectivos. Y los que recoge la memorias del fútbol colectivo como la excelencia insuperable.
En ese exilio voluntario de Madrid donde decidió refugiarse desde que partió de Buenos Aires en los finales de los 40, haciendo una escala memorable en Millonarios junto con Pipo Rosi y Adolfo Pedernera, el hombre de lenguaje austero y directo que nunca perdió el perfume intransferible de la Argentina, ofreció lo mejor que puede ofrecer alguien apasionado por el fútbol: su amor eterno por la pelota. Y sus broncas siempre declaradas, olvidables y pasajeras.
No se perdonaba ninguna tibieza, Alfredo. Ninguna claudicación. Ni cuando jugaba ni después cuando dirigía. Incluso en su rol de entrenador se prendía en los picados y no daba margen para ser un protagonista ocioso o desinteresado del partido. Así lo evocan varios ex futbolistas de Boca cuando los condujo en aquel recordadísimo equipo campeón del Torneo Nacional de 1969.
“Nos pegaba un baile bárbaro. Con más de cuarenta años, jugaba en cada entrenamiento como si fuera la final del mundo y hasta que su equipo no iba ganando, no terminaba la práctica”, nos comentó hace algunos años Silvio Marzolini. El recuerdo no es antojadizo. Pretende reflejar el espíritu indoblegable de Di Stéfano. Y su vínculo siempre indestructible con el fútbol.
La historia confirma que esa leyenda del fútbol mundial que fue Alfredo Di Stéfano murió hace un lustro, el 7 de julio de 2014 en Madrid. Que tenía 88 años. Y que su legado adquiere relieves que se resignifican.
El hombre que nació y vivió en Barracas y que se adelantó con naturalidad a la versión del jugador total que después otros notables acompañaron, aprendió esa totalidad tan superadora jugando en el asfalto de las callecitas de Buenos Aires. Después, con esa misma naturalidad que jamás abandonó, iluminó al mundo. Con una condición: sin pedir ni exigir nunca derechos de autor.
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