El día que algún director de cine hincha de River quiera hacer la película de la nueva época dorada del Millonario, debería filmar la primera escena en la cancha de All Boys. Allí comienza la precuela, un hecho negro que semanas después desataría un arcoíris: Leonel Vangioni pegó una patada infantil y Carlos Maglio, árbitro del partido, lo expulsó.
Durante esa semana se confirmó lo peor: el Tribunal de Disciplina lo penó con dos fechas de suspensión y el lateral izquierdo se perdió el Superclásico contra Boca en La Bombonera.
Para suplantar al defensor cuyo nivel venía en ascenso, Ramón Díaz debió apostar por un juvenil mirado de reojo por los hinchas. Nadie quería a Ramiro Funes Mori. Quizás por ser el hermano de su mellizo, Rogelio, un delantero rechazado por desperdiciar goles como si fuese comida vencida. Ramiro jugaba de segundo marcador central, pero debía intervenir de urgencia. Le tocaba ser titular —y en otra posición— en La Boca.
La visita de River a La Bombonera tenía dos objetivos claros: en primer lugar, mantenerse activo en la pelea del campeonato; pero el segundo —simbólico y vital para los hinchas— era romper la espantosa sequía de diez años sin triunfos en la casa del enemigo. La última vez que River había podido festejar en La Bombonera había sido en 2004, gracias a un cabezazo de Fernando Cavenaghi. Desde entonces, atravesó la década dolida, un bosque cerrado: consiguió cuatro empates y cuatro derrotas.
Esa tarde, Manuel Lanzini abrió el resultado en el segundo tiempo con una definición rápida e inesperada. Juan Román Riquelme respondió minutos más tarde con su sabiduría ancestral: ejecutó un tiro libre que trepó como una araña en el ángulo de Marcelo Barovero, quien miró la pelota resignado, como si ese gol fuese una bala de cañón que derrumba un sueño.
Es que, al final, parecía que el Superclásico se iba a quedar en el ostracismo de la memoria.
Hasta que pasó lo que sucede en las noches inolvidables. Apareció un héroe inesperado. En las buenas historias ocurre eso: un personaje secundario, olvidable, tiene un instante de lucidez en el que cambia su rol en el guión, y trastoca el guión completo. Lanzini consiguió un córner que no era y lanzó un centro al área, un teledirigido directo a la cabeza de Funes Mori. Ramiro saltó tan alto que superó las manos de Agustín Orion. Levitó en el aire y encontró la pelota: la rozó y la mandó al arco, mientras todos miraban atónitos. Ramiro, en ese salto, cambió la historia. Lo sabía en el grito desaforado: él dejaría de ser una carga para el plantel y se transformaría en un ídolo, en el nuevo mimado de los hinchas.
Lo que no sabía era cómo crecería la semilla que estaba plantando en ese instante: River ganó aquél campeonato, Ramón Díaz renunció como director técnico, Marcelo Gallardo lo reemplazó y enlazó una serie de éxitos sin precedentes: Copa Sudamericana, Copa Libertadores, Suruga Bank, dos Recopas, final del Mundial de Clubes ante Barcelona, Copa Argentina.
Ramiro Funes Mori, ahora, es el segundo marcador central de la selección argentina.
Todo empezó a escribirse hace tres años, el 30 de marzo del 2014.