"Ya hay más intermediarios que jugadores. Cualquiera quiere ganar plata a costillas de los jugadores. Nueve de cada diez son delincuentes de guante blanco. Gente que nunca tuvo nada que ver con el ambiente, pero que ven que allí pueden hacer dólares con un par de operaciones y se arriman a los jugadores para dorarles la píldora y sacarles ventaja. No es la primera vez que dejan a un futbolista varado en el exterior como si fuese una mercadería. Realmente son contados los intermediarios que van por derecha", advirtió Carlos Pandolfi, una voz histórica de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA), en septiembre de 1996, también en El Gráfico.
Los dos testimonios reconocidos reflejaban hace 19 años lo que nadie desconocía: el fútbol ya estaba capturado por grandes nichos de corrupción, que por supuesto trascendían las fronteras de la Argentina.
No era un anticipo parcial e inesperado lo que sostenían por aquellos días de 1996, Mascardi y Pandolfi. Era un secreto a voces. O un secreto que comenzaba a dejar de serlo, porque las evidencias de conductas contaminadas por la corrupción ya instalada en el tejido social del fútbol mundial, expresaban una realidad que estallaba a los ojos de cualquiera.
Ese amplio universo de empresarios e intermediarios sospechados de articular casos resonantes de lavado de dinero, maniobras espurias o burbujas financieras en paraísos fiscales, fueron apenas una pequeña muestra de otros significantes más pesados y más trascendentes.
Los episodios que ahora envuelven en un lodazal a la FIFA y a tres empresarios argentinos vinculados al business del fútbol (Alejandro Burzaco, CEO de Torneos y Competencias y Hugo y Mariano Jinkis) a partir de la intervención del FBI y de la fiscal general de Estados Unidos, Loretta Lynch, revelan la dimensión y la magnitud planetaria de una infección generalizada que, por supuesto, sigue la ruta del poder y del dinero.
Los sobornos organizados, el fraude, el tráfico de influencias, el chantaje y el lavado puestos en primer plano, delatan no solo el grado de impunidad internalizado de los actores involucrados, sino los pliegues más hediondos del capital económico y financiero internacional.
Allí está precisamente la matriz o la génesis del derrumbe que se lleva puesta la institucionalidad, en este caso de la FIFA. Los nombres y apellidos, que por supuesto los hay en letras más grandes o más chicas, no dejan de ser eslabones de una larguísima cadena de inescrupulosidades naturalizadas por el sistema.
Es por eso que a esta altura del escrache judicial no parece sorprender absolutamente nada. Ni las caras de los protagonistas acusados ni los millones de dólares que se depositaron en las cuentas offshore de cada uno de ellos. Como si todo formara parte del gran show del fútbol. Como si una melodía suave y embriagante acercara datos y señales que todos estábamos en conocimiento de su existencia, aunque no tuviéramos precisiones.
Casi que no hacían falta las precisiones. El imaginario colectivo que nunca falta a la cita, sabía que estas cosas suceden. Que se hacen. Que se multiplican. Y que se consolidan en el tiempo, precisamente en las cúpulas y en las cumbres del poder.
Que FIFA es un antro no es una novedad. Que muchos de sus dirigentes más representativos son protagonistas del robo sistematizado, tampoco lo es. Que se venden sedes para organizar la Copa del Mundo, no es un escenario que pertenezca a la dimensión de lo desconocido. Que existan empresarios que reivindiquen el soborno como modus operandi, tampoco.
Esa estrategia de cooptar voluntades y adhesiones bajo esos métodos es más vieja que la pelota. El tema es que ahora a la pelota la hicieron hablar. Y habló. Y cayeron solo algunos notables. Entre otras cosas para poner en duda los próximos mundiales de 2018 en Rusia y sobre todo el de 2022 en Qatar. El primero lo quería Inglaterra. El segundo Estados Unidos.
La película casi ni empezó. El desparramo, sí.