El anticipo de la enfermera había fallado. Pasados 5 minutos de las 7 de la mañana nacía Diego Armando Maradona, bautizado al instante por doña Tota como Pelusa. Once nenas en hilera y un varón para romper la hegemonía de las chancletas.
Pelusa ya daba su primera señal políticamente incorrecta: desmentía un presagio. Ahora, con 53 años sobre sus espaldas, queda claro que no sería la única gambeta que le iba a proponer a las leyes no escritas de la lógica.
Diego, al igual que todos los genios, fue la más pura expresión de la ilógica. Así se construyó desde pibe en el suburbio más vulnerable de Villa Fiorito. Y fue templando su personalidad desafiante frente a las adversidades y privaciones. Si el Negro Pelé siempre fue un hombre complaciente con los poderes de turno, Maradona representó la contratara del profesional sumiso, obsecuente y funcional a los eslabones del establishment.
Quizás en más de una oportunidad sobreactuó con el propósito de erigirse en un rebelde del sistema, aunque sin el sistema su arte y su figura de alcance planetario no hubiera podido trascender en la dimensión que lo hizo.
Ese librepensador brillante que es Alejandro Dolina hace unos años, argumentó: "Lo admirable y sorprendente de Diego es su sentido de la inoportunidad. Teniendo todo servido para ser oportunista con los más poderosos, él, sin embargo, siempre eligió ir para otro lado. Privilegió lo inoportuno, aunque los costos hayan sido muy altos".
Dolina tuvo la sensibilidad para reflejar en un puñado de palabras esa incorrección que históricamente distinguió a Maradona. Y que sigue expresando con más o menos sutilezas o desmesuras que la sociedad rechaza, pero que a la vez imita con el descaro que siempre denuncia la hipocresía.
Si a Diego se lo comió el personaje o si el personaje camina a la par de su naturaleza vibrante y provocadora, es una cuestión que debería tratarse en otros escenarios más específicos y académicos. Acusarlo de contradictorio, de decir una cosa y hacer otra, de entregarse a los excesos o de ubicarse a la izquierda o a la derecha del espacio político, no perfila ninguna característica esencial.
En todo caso son las versiones de un Maradona abarcador de todas las debilidades y todas las fortalezas. En esa carrera vertiginosa que emprendió, desde el día que nació fue ángel y demonio, santo y antihéroe, sueño y pesadilla, milagrero y estafador, artista supremo y fetiche sinuoso, gloria eterna y pelota manchada.
Los relatos de la historia ratifican que su legado permanece inmutable en todas las canchas. En los potreros más despojados y en los estadios cinco estrellas. Es un legado intransferible. Diego lo sabe porque el secreto es de él. Para jugar así, tuvo que ser así. Volcánico, inclasificable, incorregible, épico. Lejos de las medianías. De los tonos grises. Del diseño justo.
Maradona nunca fue justo ni equilibrado. Tampoco pretendió serlo. Por eso sigue jugando como un duende en la memoria urgente del fútbol universal.