No hubo en la historia del fútbol argentino un lateral izquierdo con la jerarquía, el buen gusto y la clase que supo irradiar el ídolo boquense, propietario de un perfil que atrapó unanimidades y que también brilló con la camiseta de la Selección nacional       

Tenía la imagen clásica de un crack. Y era un crack. Afirmar que fue el mejor lateral izquierdo que dio el fútbol argentino a lo largo de su historia, quizás puede parecer en estas circunstancias un cumplido innecesario, oportunista, ligero.

Pero nada que ver. Esa distinción inequívoca que no recoge contrapuntos valiosos, expresa la realidad demoledora de su juego. De su calidad. De su jerarquía mundial. De su clase. De su elegancia siempre presente, hasta para recuperar una pelota desde el piso, aunque esta imagen no sea un flash que lo represente.

Porque Silvio Marzolini jugaba de galera y bastón. Y no está mal en esta ocasión apelar a ese viejo lugar común. Defendía de galera y bastón. Impecable. Sereno. Preciso. Riguroso para marcar y después de ganada la pelota ser la salida prolija del equipo.

Primero de Ferro, luego de Boca desde el 60 hasta finales del 72 (en el medio jugó de titular en el Mundial de 1962 en Chile y 1966 en Inglaterra), hasta que el entrenador Rogelio Domínguez en el amanecer del 73, impulsado por el rencor del presidente Alberto J. Armando lo bajó junto a Rubén Suñé del plantel xeneize por haber parado en la huelga del 71. Su reemplazo fue el Beto Tarantini y la plaza dejada vacante por Suñé la ocupó Vicente Pernía.

Marzolini, con 32 años, decidió retirarse del fútbol. El Chapa Suñé siguió jugando y regresó a Boca en el 76 de la mano de Juan Carlos Lorenzo. La franja izquierda de Boca nunca más vio a un lateral que irradiara tanto buen gusto y eficacia defensiva con la naturalidad que imponen los elegidos.

Tenía esos duendes Marzolini. El que conquistaba las adhesiones y la admiración explícita incluso de aquellos hinchas que caminaban lejos de los sentimientos boquenses. Y claro, también de las mujeres que lo veían como la suma de todas las virtudes masculinas. Por eso fue tapa de la revista Gente en octubre de 1970.

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Contagiaba tranquilidad, aunque La Bombonera fuera un infierno. Transmitía esa sensación. La de jugar y correr sin despeinarse. Sin transpirar. Sin mancharse la camiseta. Sin embarrarse. Como si cualquiera pudiera jugar como lo hacía él. Una ilusión.

Y esta es una cualidad o una característica propia de los tipos que manejan de manera artesanal los tiempos y los espacios. Generan ese microclima. Que aquello que realizan es sencillo. Porque ellos lo hacen sencillo. Porque simplifican lo complejo. Porque son como los magos a los que no se les descubre ninguna filtración. Y entonces uno cree que cualquiera podría ser un mago brillante, hasta que en una noche sin timideces lo suben a un pequeño escenario y se terminan de revelar las grandes dificultades. Y los grandes misterios.

Marzolini no iba y venía como un tren alocado por el lateral izquierdo, aunque vale aclarar que no era zurdo. Su pierna hábil era la derecha. Pero esa rareza no lo afectó. Ni para tomar al puntero en el uno contra uno (fueron memorables sus duelos frente a Raúl Emilio Bernao y contra el uruguayo Luis Cubillas) ni para convertirse en una de las excursiones programadas que podía ejecutar Boca desde el fondo.

Jugador avanzado de póker, fumador generoso, apacible, didáctico y abierto a compartir charlas que entraran y salieran del universo del fútbol, la figura de Marzolini nunca dejó de pertenecer al club de los jugadores imposibles de cuestionar. Siempre pareció que tenía todo a su alcance desde el mismo momento en que salía a la cancha.

Y aunque quizás su perfil de defensor no cerraba con el estereotipo perfecto de un guerrero que se juega la vida por Boca, quedaba claro que Marzolini no precisaba vender postales heroicas para cautivara audiencias. Lo suyo era la calidad garantizada. Una marca registrada de calidad infrecuente. Una variedad de pinceladas de talento que surgían desde la banda y se proyectaban a los ojos de cualquier mirada.

Salió campeón con Boca como jugador (seis títulos) y como entrenador con aquel equipo del 81 que integraron Maradona y Brindisi. Volvió a Boca como técnico en el 95, también con Diego en el equipo, acariciando una coronación que no llegó.

Su estela con muy pocas equivalencias, recorre las fibras más íntimas y más sensibles del fútbol argentino. Dicen las crónicas que a los 79 años, Silvio Marzolini se despidió. Nunca lo olvidaremos. El mejor fútbol será testigo.

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