Con el corazón en la mano, River arrancó un grito atragantado durante dos décadas: "¡Campeón de América!". River otra vez en lo más alto, River otra vez en el peldaño en el históricamente se sintió más cómodo. River se reencontró con River y la felicidad de su gente hace vibrar a todo un continente. Le ganó 3 a 0 a Tigres de México dando una clase de personalidad y determinación y se transformó en el dueño de América.
"Las finales no se juegan, se ganan..." dijo alguien alguna vez y la frase se incorporó al inventario del saber popular. Y con esa página ubicada como prólogo del manual de táctica y estrategia que elaboró Gallardo, salió River a caminar la cancha en el partido más relevante de los últimos tiempos.
Claro, algo parecido hizo Tigres, convidado de piedra en la competencia más importante de Sudamérica, dispuesto a hacer historia en nombre del fútbol mexicano. Y así salió un partido áspero, con veintidós jugadores mordiendo el filo de un cuchillo en cada intervención y dejando de lado la mayoría de los viejos conceptos técnicos, para reemplazarlos por amor propio, rebeldía y tenacidad.
Pero dentro de ese contexto que ubicó la final en el terreno de una pulseada de personalidad, la historia se definió con una pincelada pura de fútbol, con una imagen nutrida de la esencia del juego, rescatada del medio de la batalla. Fue cuando terminaba el primer tiempo, en un instante mágico en el que se acallaron los ecos de las patadas y las barridas raspando todo.
Vangioni trepó por la izquierda a toda velocidad y con la ductilidad que muchas veces mostró, un caño en su carrera decidida y uno de sus centros versión envenenada que encontró a Alario en la intersección del meridiano del gol y el paralelo de la gloria; dijo que no con la cabeza con un movimiento artístico, propio de un bailarín de ballet que salta y flota en el aire, y ubicó la pelota con precisión quirúrgica contra un palo. Una obra de arte en el desierto, una obra de arte de ésas que emocionan en Louvre, en el del Prado o en el Monumental.
Después volvió la batalla, los puños apretados, la furia. Pero para entonces, los corazones latían con otro ritmo, más entusiasmados, más emocionados, más cargados de gratitud. Sólo faltaba que, a modo de desfibrilador, llegara un segundo gol que rociara de calma el estadio. Y llegó sobre la media hora del segundo tiempo, con un penal de Sánchez -víctima de la falta- ejecutado con la misma furia con que se jugó.
Un rato después, Funes Mori se sostuvo en el aire y metió el cabezazo letal que hizo explotar al estadio con un grito seco que sacudió las agujas de los sismógrafos.
Un rato antes del final River ya era campeón de la Copa Libertadores. De la mano del esfuerzo de Ponzio, la clase de Kranevitter, la firmeza de Maidana, la convicción de Sánchez, el amor propio de Funes Mori, la determinación de Vangioni, la efectividad de Alario y, por supuesto, el pulso firme de Marcelo Gallardo al frente del timón de un acorazado que definitivamente recuperó su rumbo triunfal.
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