Aquel 25 de junio de hace 35 años, Argentina ganaba por primera vez la Copa del Mundo, pero a la vez la Selección quedaba atrapada por las imágenes más crueles de la dictadura cívico militar. Y esa contradicción nunca será saldada. El espacio del fútbol alcanzó para reivindicar a un equipo que llegó a la gloria en el momento más inoportuno de la historia nacional
Una Copa del Mundo alzada por Daniel Passarella, 30.000 desaparecidos y el terrorismo de Estado coordinando y ejecutando la masacre. El recuerdo frágil o intenso de aquel domingo 25 de junio de 1978 de hace 35 años encierra enormes contradicciones que nunca van a ser superadas. Los tiempos del fútbol habían sido atravesados por los tiempos de una Argentina ultrajada por los autores y cómplices ideológicos de afuera y por los asesinos reales de adentro.
Quedó atrapada la Selección por ese mesianismo que brotó y se expandió. Y por esas imágenes que se transforman día tras día en memoria colectiva. El Mundial 78 jamás podrá disociarse de aquellos estruendos que hasta hoy se escuchan. Aunque el juego del fútbol (y no así los jerarcas de la FIFA ni una larga lista de dirigentes argentinos) permanezca al margen. Y aunque los jugadores y el cuerpo técnico que conquistaron la primera Copa del Mundo para Argentina, en esas jornadas no hayan sido plenamente conscientes del efecto propagandístico que la dictadura montó a partir de la victoria decisiva ante Holanda.
Aquel domingo tan festivo y tan oscuro revivió el fútbol nacional y volvió a morir una y 30.000 veces la Argentina secuestrada. "El Mundial 78 sostuvo el régimen y tapó todo", dijo Passarella desde Italia en marzo de 1984. "Fui usado por la dictadura", afirmó César Luis Menotti en junio de 2008. Los dos testimonios, el del capitán y el entrenador, revelan la magnitud de la contradicción que no da tregua.
A pesar de aquella construcción del horror y la entrega que desde el poder militar ejerció el genocida Jorge Videla y desde el plan económico Martínez de Hoz, el espacio del fútbol auténtico igual debería reivindicarse. No por haber ganado el Mundial. Sí por la confirmación de que el jugador argentino tenía chapa y recursos para frecuentar el reconocimiento internacional que nunca había obtenido.
No fue menor ese mérito. Hasta el arribo de Menotti en octubre de 1974, la Selección era un caso perdido. O tierra arrasada directamente. Los jugadores se borraban para no integrarla, los dirigentes no la consideraban ni la tenían en sus planes y en cada presentación obligada se convocaba a una especie de rejuntado para vestir la camiseta nacional.
El camino previo que desembocó en la conquista del Mundial fue, entonces, tan importante y valioso como el mismo Mundial. Si Argentina logró después su segunda Copa del Mundo en México 86 conducida por Carlos Bilardo y alumbrada por el genio de Diego Maradona, es porque 8 años atrás se había refundado el espíritu y el modelo de una Selección con infraestructura, calendarios internacionales, proyectos, logística y ambiciones.
A pesar de la sospecha eterna por aquel 6- 0 a Perú, en Rosario; el 3-1 de la final frente a Holanda le dio a la Selección el nivel de legitimidad mundial que siempre se le había negado. El extraordinario partido de 120 minutos ante Holanda fue la bisagra que terminó marcando un antes y un después en el fútbol argentino.
¿Cuál fue el aporte esencial de Menotti por encima de su liderazgo y capacidad organizativa? Sobre todo, interpretar que para ser altamente competitivo debía integrar la técnica sudamericana y el ritmo y la dinámica europea. La Selección mostró ese perfil colectivo. Quizás el que mejor corporizó ese mix fue Mario Kempes, una especie de Alfredo Di Stéfano moderno y vital, capaz de colaborar en zona defensiva tapando una escalada rival y despegar de inmediato en ataque con una potencia arrolladora.
Kempes sintetizó el fútbol agresivo y el temple de Argentina, aunque el capitán haya sido Passarella, el Pato Fillol el arquero, Ardiles la medida del ritmo y la descarga veloz y Bertoni y Luque los tanques que engañaban y no chocaban.
Es cierto, no alcanzó a brillar la Selección. No la rompió el equipo, como soñaba Menotti en la antesala de la competencia. El juego que denunció Argentina en los 7 partidos no se puede calificar de clásico ni de moderno, de revolucionario ni conservador. No se ganó una etiqueta. Tampoco abrazó un sistema táctico innovador. Hizo zona en el fondo, presionó en el medio, tuvo movilidad y reacción para salir y entrar de la jugada ofensiva y en particular, mostró la convicción que distingue a una Selección campeona del mundo.
La historia futbolera refleja eso. Como también refleja la otra historia. La que aún sigue viva. Aunque los mensajeros que proclamaban que eran "derechos y humanos" hayan levantado las banderas de la muerte.
La memoria, como siempre, no pactó con nada ni con nadie. Está ahí. Igual que ayer. A 35 años de aquel Mundial.
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