Mientras contemplaba como el pequeño jinete del caballo bicolor multiplicaba la luminosidad de su sonrisa tras haber arrebatado la sortija de la bocha, don Luis, el nonagenario calesitero de Liniers, volvió a experimentar la misma sensación de felicidad que lo acompaña desde hace 75 años, todas las veces que ve girar la alegría de chicos y quienes han dejado de serlo en torno a la calesita.
Es que la vida de Luis Juan Rodríguez, de envidiables 91 años, está íntimamente asociada a una actividad que ama tanto que bien se puede decir que convive con ella: de hecho, la calesita que opera este vecino destacado del barrio está situada en el patio de su casa, donde todas las tardes cuando amengua el sol, en verano, o cuando cobra un poco más de fuerza, en invierno, reitera el ritual que ha cautivado a generaciones.
“El otro día vino un grupo de un club de jubilados y pidieron permiso para entrar y dar unas vueltas. Una de las mujeres, de unos sesenta años -contó a HISTORIAS DE VIDA- me confesó que cuando era chica era cliente mía en la calesita que tuve en Floresta. ¡Y hasta me dijo que sus nietos ya vienen por acá!”.
Don Luis es calesitero en forma ininterrumpida desde setiembre de 1935, luego de un frustrado examen de Castellano en el que terminó discutiendo mal con el rector del Comercial 3, de Pichincha y Belgrano, y con ello poniendo fin a su etapa de estudiante. Ese mismo dia su padre, don Juan, fue terminante: “en esta casa vagos no”, aclaró. Y así fue que arrancó su camino en el rubro, sumándose a la actividad de su padre que hacía por entonces quince años se había convertido en calesitero, también en su caso, después de un traumático despido de la compañía Anglo de Tranvías. “Mi padre fue claro. Me dijo:’empezás a trabajar conmigo pero sin sueldo. Todo lo que entre es para vos, tu madre y yo’” rememoró. “De esa manera empecé con los viajes al interior de la provincia para montar la calesita en las kermeses y parques de diversiones pueblerinos o bien en baldíos de barrios de la capital y el conurbano.
Filosofía redonda
En 1944 murió don Juan y entonces, la sociedad familiar se circunscribió a Luis y su madre, mujer por la que su hijo se desvivió hasta el último día de su vida. Tanto que primó la idea de trasladar la calesita a la casa materna de Ramón Falcón y Miralla, y así no estar tanto tiempo lejos de la mamá.
“La calesita no ha perdido atracción con el paso de los años porque reúne tres elementos básicos que llaman la atención del ser humano: tiene movimiento, color y música. Y si eso se le suma la aventura de sacar la sortija, bueno, está todo”, explicó con dominio probado del tema. “Hoy hay por la calesita el mismo entusiasmo de siempre nada más que cuarenta años atrás venían chicas hasta los 14 años pero ahora la edad se redujo a los 9”, detalló, a la vez que confesó que el hecho de abrir todas las tardes la calesita opera para sí como “una terapia”.
Consciente que el vínculo de chicos y grandes con la calesita “es universal”, don Luis se siente gratificado por el afecto de sus vecinos que, afirma, “me demuestra que no he trabajado tantos años en vano. ¿Qué más puedo pedir? Para mí la misión está cumplida”. Pero parece que no es así: frente al carrusel de Ramón Falcón y Miralla, mientras giran los autitos, corceles y banquitos, pibes de antes que ahora traen a sus nietos, le piden una vuelta más que les ilumine la sonrisa.