DIARIO POPULAR acompañó a las familias de los fallecidos en la tragedia de Mendoza, durante el último adiós a sus seres queridos. El dolor que dejó el desastre

Cuatro chicos cruzan la calle. Cada uno lleva un ramo de flores, una cartulina y un fibrón. Escriben un mensaje, lo dejan en una persiana, hacen la señal de la cruz y se van. Ya son más de quince afiches rodeados de flores y velas. El local de “Soul Dance Studio” es un altar. Allí donde horas atrás todo eran risas y baile, hoy es un signo inequívoco, inexplicable, de dolor. El que produce una tragedia como la de Mendoza, donde las víctimas se cuentan de a quince, en su mayoría adolescentes. La muerte temprana.

En Grand Bourg las persianas están bajas y los tapados son negros. En cada esquina del pequeño centro de la localidad de Malvinas Argentinas los vecinos se juntan, hablan, fuman, mueven los brazos y se pasan las manos por la frente.

—Vengo de acá, de “Callao”. Ahora voy a ver si llego a “la de la rotonda'” —dice uno de ellos.

“Callao” y “la de la rotonda” son cocherías. Allí velaron a cuatro chicas. Al resto de las víctimas las despidieron en salas de Los Polvorines y San Miguel.

—Es imposible poder ir a todas. Esto nos supera —se angustia una mamá. No quieren fallarle a nadie. El tiempo, aunque aquí parezca detenido, no alcanza para estar y acompañar a todos.

En la cochería que queda sobre Callao hay más de cien personas en la calle. Familiares y amigos despiden a dos de las chicas fallecidas: Valentina y Marianela. “Bailaban en todas partes”, las recuerdan sus compañeros del Instituto Evangélico Americano.

El largo silencio se quiebra con puertas que se abren y un Mercedes Benz negro que sube a la vereda marcha atrás. Un hombre con la cabeza en alto sale del interior de la sala velatoria. Lleva una remera negra y, encima, una camisa cuadrillé. Busca resolver cada detalle, habla con las mujeres más grandes, las abraza. Las contiene como puede.

Nadie que siga sus pasos podría imaginar que instantes después, cuando el cajón se deslice a través del portón trasero del coche fúnebre, ese hombre perderá el control. Ahora es a él a quien consuelan con brazos que se cruzan en su espalda.

Cuando su llanto se aleja, cuando el cortejo parte hacia el cementerio de San Miguel, una vecina anuncia que "ya es una y media".

—Creo que podemos llegar al de la rotonda y saludar a los papás de Florencia —dice.

Grand Bourg 2

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Florencia Pardini tenía 15 años. Estaba completamente enamorada del baile. Lo dijo su abuela en la televisión y los amigos de la familia lo reafirman. Tenía tres hermanos. Dos varones y mujer que comparten su pasión. El viaje a Mendoza fue el primero que hizo sin sus papás. Ellos la acompañaban a todos lados.

Florencia se había cambiado de escuela hacía poco. Era una chica divertida, dicen sus amigos, sus compañeros. Los últimos y los de antes. Ahora mismo los une un silencio que no conocen y se comportan como si no supieran qué hacer. ¿Qué hacer? Ellos consuelan a ellas, pero las lágrimas que intentan esconder brotan de rostros partidos. Sin distinción de género.

Grand Bourg 3

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Claudio Giménez y David Sosa son las cabezas de la escuela "Soul Dance Studio". Sosa está bien y ya habló con su hermano, Claudio, el que reveló por TV las últimas palabras del chofer: “Me quedé sin frenos”. Giménez sufrió un colapso pulmonar que fue drenado en la guardia. Sigue en terapia y, por el momento, no sabe que sobrevivió a una tragedia.

En cada viaje, los dos profes organizaban rifas y una venta de pastelitos y tortas. Y esta vez no fue la excepción. Las semanas previas ya se juntaban con varias mamás y empezaban a cocinar para vender en la puerta del local, pero también por el barrio. Todo a pulmón. La idea era que viajaran todos.

—Los viajes ya eran una rutina. A la Costa, a Mendoza o a Bariloche —cuenta una mamá—. En Claudio confiamos siempre. Nos genera confianza porque es de los profes que cuando un nene se va, sale a la puerta para ver que el chico llegue adonde tiene que ir. No los deja.

Grand Bourg 1

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Yo nunca escuché un insulto —dice Ali, dueño de un comercio lindero al estudio de baile. Además de ser el peluquero, es el abuelo que está a cargo de uno de los chicos que va a la escuela. Esto es terrible, dice. Busca mantenerse firme y realza la voz para contar que cada chico tenía su espacio, su lugar, y que todo eso era muy bueno para el barrio. Que nunca hubo un problema, ni siquiera cuando los decibeles rompían la aguja.

Su pareja lo saluda y le anuncia que va a llevar al nene a reunirse con sus amiguitas. Él se sienta y prende un cigarrillo. Está preocupado:

—Yo no sé cómo voy a explicarle. Porque todavía no entendió. Hoy bueno, sí. Está de acá para allá con su abuela, pero... ¿cómo le cuento mañana? ¿Cómo le digo esto? ¿Qué hago cuando se dé cuenta de que sus amigas no están más?

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