Pudo haber sido arquitecto, pero Carlos Inzillo escuchó su voz interior y se convirtió en uno de los difusores del jazz más importantes en el país, al punto que su ciclo Jazzología pronto cumplirá 33 años de actividad sin pausas.

Corría diciembre de 1983, hacía muy poco que habíamos recuperado la democracia con la asunción como presidente de Raúl Alfonsín, y por esos días, Carlos Inzillo, periodista especializado en jazz y cinéfilo empedernido, recibió el llamado de un amigo quien le comentó que se necesitaba un jefe de prensa en el renovado centro cultural San Martín.

A Carlos, que venía transitando radios y medios gráficos desde hacía más de 20 años, le gustó el desafío y aceptó. Lo que no sabía era que poco tiempo después, charlando con el director del Centro, Javier Torre, surgiría la idea de armar una vez por semana un ciclo de jazz que mostrara a los mejores artistas del género en vivo.

Sobre esa posibilidad, Carlos recuerda que “propuse hacer un show por semana los días martes, en forma gratuita, como eran casi todas las actividades en el Centro, y Javier me dijo que probáramos un mes, a ver cómo salía. Y así iniciamos el ciclo el 4 de septiembre del 84 con el cuarteto de Hernán Oliva, el gran violinista jazzero”.

Pero lo que tampoco imaginó Carlos, pese a su deseo evidente, fue que ese ciclo iniciado casi como un experimento, denominado “Jazzología”, esté a pocos meses de cumplir 33 años de permanencia en la sala Muiño del CCSM, salvo algunos eventos realizados en otros lugares, como el teatro 25 de Mayo de Villa Urquiza.

Para Carlos, que todavía exista “Jazzología” es un “milagro argentino ya que sobrevivimos a once gestiones comunales y, con mayor o menor presupuesto, pudimos seguir brindando de manera gratuita a muchos fanáticos del género y a otros que se acercaban igual sin serlo, lo mejor de esa música que nació en Estados Unidos pero que tiene una identidad propia en nuestro país”.

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Pero todo tiene una historia, y la de Carlos Inzillo es muy especial, porque transitó distintos caminos antes de llegar a ser uno de los mayores difusores del jazz en Argentina. Recuerda que “yo fui fanático desde la cuna casi, porque mi viejo en los años ‘40 organizaba conciertos y reuniones bailables de jazz, y tenía un club, Metronom, donde se hacían shows con orquestas en vivo y grabaciones”.

Detalla que “yo nací en Almagro, y en nuestra casa se atesoraban los viejos discos de 78 y luego los de vinilo, y sin haber aprendido a leer podía distinguir un disco de Ellington de uno de Ella Fitzgerald” y celebra con algo de humor que “mis canciones de cuna eran jazzeras, aunque tenía una tía amante de lo clásico, y a mi papá, con quien además siempre compartimos el amor apasionado por Racing, le gustaba el bolero”.

Pasada su adolescencia, Carlos también tuvo intenciones de aprender algún instrumento y tomó clases de clarinete con Hugo Pierre, “pero duró poco, me dí cuenta que no era lo mío, y que mi lugar estaba más en ser un difusor de lo que amaba”.

Alumno orgulloso en la primaria del Mariano Acosta, en el secundario, quizás influenciado por sus abuelos, Carlos siguió el industrial en el Otto Krause, se recibió de maestro mayor de obra, y luego se anotó en Arquitectura, donde cursó dos años. “Pero de esta carrera me gustaba lo artístico, la onda de Le Corbusier, y cuando me dí cuenta que los cálculos y la ciencia exacta no era lo que me gustaba, sino lo humanístico, deserté, decidí seguir mi vocación, y estudié periodismo en la Universidad Kennedy, de donde soy egresado”.

Inzillo trabajó durante los años 60’ y 70’ en numerosos ciclos de radio, casi siempre vinculado al jazz, y como colaborador permanente de varios matutinos, además de revistas como La Maga.

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El cine, su otra gran pasión

Además de su amor por el jazz, Carlos Inzillo tiene otra pasión: el cine. Llevado por su admiración a un gran actor argentino casi olvidado hoy, Pepe Arias, Carlos editó en los ‘90 el libro “Queridos Filipipones”, sobre la historia de ese artista que fue ícono en aquel cine costumbrista en épocas aún del blanco y negro.

Para mí- señala- Pepe Arias es la representación del porteño de aquellos años, a veces un poco bufón, burlón y que se las sabía todas, pero que también escondía a un hombre gris. Se cumplieron hace poco 50 años de su muerte y nadie lo recordó, pero sin dudas fue uno de los mejores actores del cine nacional”.

Carlos también tiene una gran admiración por el cine negro norteamericano, en especial por Humphrey Bogart, a tal punto que su único hijo, también periodista, lleva ese nombre artístico, aunque en el registro civil no lo hayan aceptado. Dice que “Bogart arma un universo especial, con cierta tipología que va desde el villano al galán, pero siempre recio y duro. Pero también me gustan figuras como Edward G. Robinson y James Cagney”.

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Aquel inolvidable “Hola, soy Chick Corea”

De su trayectoria como difusor del jazz, Carlos rescata muchas anécdotas. Recuerda que “en los ‘70 yo participaba en las actividades del Círculo Amigos del Jazz, donde confluían todas las corrientes de esa música. Un día nos ceden la sala del actual Teatro de la Comedia, y Samuel Wainer, el fundador, decide llevar al guitarrista Oscar Alemán, que estaba un poco olvidado. La sala tuvo un lleno total, y ayudó a que a Oscar se lo volvieran a valorar y convocar como el gran artista que era”.

En otra ocasión, debía esperar que le confirmaran una entrevista con el pianista de jazz-rock Chick Corea. “Suena en mi casa el teléfono, atiendo y del otro lado, en inglés, me dicen: “hola, soy Chick Corea”. Me quedé mudo, al punto que él no sabía que decirme. Luego nos pusimos a charlar, e hicimos una nota excelente”.

Inzillo cuenta que a comienzos de los ‘60 solía frecuentar la famosa La Cueva de Pueyrredón, “pero cuando iban los jazzeros, y donde no se veía nada por el humo del cigarrillo”. Comenta que “luego empezaron a caer músicos más jóvenes que tenían que ver con el rock que daba aquí sus primeros pasos, como Litto Nebbia o los integrantes de Manal ”.

Aunque considera una asignatura pendiente no haber podido programar nunca al Gato Barbieri, se enorgullece de un valioso autógrafo que le dedicó el mismo Julio Cortázar, amante del género, y de haber podido escuchar en vivo, en Nueva York, a Woody Allen tocando el clarinete”.

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