Luego de más de 3 años de permanentes idas y vueltas, Gran Bretaña selló su salida de la Unión Europea, marcando un hecho histórico en la vida del organismo supranacional, lo que genera incógnitas al por mayor por un futuro incierto en el Viejo Continente, aunque, por lo pronto, se corrobora una cuestión que estaba latente hace décadas, desde el propio nacimiento de la organización: el territorio insular siempre fue un socio esquivo, que terminó concretando lo que insinuó, al pregonar sus intereses particulares por sobre la relevancia de la estructura continental.
La grilla de partida de la entidad, en 1957, se estableció sin Londres. Y fue con la firma del Tratado de Roma, que daba a luz a la Comunidad Económica Europea (CEE), paso posterior a lo que había sido, poco antes, la denominada Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), que surgió, finalizada la Segunda Guerra Mundial, para contener cualquier ánimo belicista, al dar a un sistema superior el control directo de los recursos básicos para un proyecto de ese estilo. ¿Cuál fue el argumento que esgrimieron del otro lado del Canal de la Mancha para no participar en un principio? Una idea que hoy sigue en boga: la posible pérdida de autonomía y, en consonancia, la evidencia de cierta debilidad que un antaño imperio no se puede permitir.
Desde allí, Gran Bretaña fue reacio a sumarse a las filas de las potencias de la Europa continental. De hecho, con la idea de hacer mella en ese bloque, confeccionó la Asociación Europea de Libre Comercio con una serie de países, en 1960. Pero no dio sus frutos y perdió valor en relación a la competencia. Por eso pegó el portazo en 1973, cuando llegó finalmente al CEE. Aunque no le fue sencillo el ingreso: no extrañó que fuese Francia, con Charles De Gaulle al mando, el que vetara en dos ocasiones la pretensión de aquella nación de agregarse a la estructura. ¿Por qué? El líder galo entendía que Gran Bretaña, desde dentro, le haría perder preponderancia a su país, e incluso insinuó que se allanaba el camino para que EEUU se involucrara, vía sus amigos en Londres, perjudicando al Viejo Continente.
El Mayo Francés sacudió París y allanó el alejamiento del poder de De Gaulle, por lo que fue Georges Pompidou el que le brindó el guiño a Gran Bretaña para acceder al organismo, al anular el veto.
Sin embargo, no iba a concluir allí el tironeo entre Londres y Bruselas, la sede de la comunidad europea. De hecho, dos años después, puertas adentro, se da el primer referéndum para definir si seguir en la entidad o alejarse. Y en esa ocasión, los británicos optan por continuar, aunque no de forma unánime: triunfa la permanencia con el 67 por ciento, con la particularidad, paradójica, que muestra unos resultados opuestos a los del referéndum que habilitó la salida actual, en 2016. Es que 40 años antes, muchos querían seguir en el CEE, menos Escocia e Irlanda del Norte. Ahora, la lógica es la inversa, con Londres a la cabeza queriendo salir y esos dos territorios bogando por una permanencia continental que finalmente no se dio.
Ese primer grito de 1975 iba a ser una constante para entender por qué Gran Bretaña fue un socio esquivo para el bloque. Y se iba a sentenciar con cada paso dado, pues fueron varios los ítems que tocó para ganar terreno por sobre sus colegas.
El puntal fue en 1984, con Margaret Thatcher en el poder. Ese año se rubricó el denominado Cheque Británico, un saldo positivo que le quedaba a Londres en su presupuesto, abonado por los demás países, en cuotas, para equilibrar las finanzas, pues, según su visión, Gran Bretaña no obtenía lo suficiente del esquema europeo. Así, la Dama de Hierro se fortalecía de la mano de un euroescepticismo que iba a ganar terreno en las décadas posteriores, haciendo diferencia entre los británicos y el resto de los europeos.
En la narrativa, hay un discurso central que evidenció un parteaguas en la relación. En 1988, en Brujas, Thatcher fue contundente: "No hemos revertido exitosamente las fronteras del Estado en Reino Unido para verlas reinsertadas a nivel europeo, con un superestado ejerciendo un nuevo dominio desde Bruselas". Fue el cisma que se certificó tras unos años intensos, que tuvo varios puntos elementales en la conformación de la posterior Unión Europea, siendo dos los vitales: el espacio Schenger y la integración económica de la mano del Euro. Aquel radicaba en la eliminación de los controles fronterizos para la libre circulación, y el otro en la unificación de la moneda. El discurso dio por tierra con la posibilidad que Gran Bretaña se uniera al continente en esas pautas, remarcando, una vez más, las notorias diferencias.
Finanzas e inmigración fueron las dos temáticas trascendentales que las décadas siguientes aumentaron el euroescepticismo y derivaron en la necesidad de los británicos en dar vía libre al Brexit. Las excusas se consolidaron con los hechos, especialmente después de 2008, con la crisis económica que sacudió al mundo y tuvo en el Viejo Continente a las principales víctimas de desempleo y pérdida notoria de poder adquisitivo. A eso se añadió la amenaza del terrorismo, fundamentalmente con la creación del Isis y un proceso que, conflicto en Medio Oriente vigente, sentenció una ola inmigratoria hacia Europa que continúa en la actualidad y pone en el centro de la escena la ayuda humanitaria que brindan puertas adentro, siendo Londres uno de los principales puntos neurálgicos de la críticas hacia esa política.
La crispación en la relación entre Gran Bretaña y Europa no comenzó recientemente sino que está desde su origen. Sin embargo, las circunstancias actuales profundizaron una distancia que se puso en evidencia con el Brexit.
Si bien resta un largo camino hasta el 31 de diciembre, cuando finalice el periodo de transición, y se aprovechará el lapso para definir diferentes detalles en el tratado, el símbolo de la salida es un hecho y ya Europa ni Gran Bretaña serán lo mismo en un tablero internacional convulsionado, con EEUU y China, a sus costados, jugando sus propias fichas rumbo a un futuro incierto.
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