El caso daña la marca de una fuerza política que llegó al poder denunciando "los curros de la casta". Y a corto plazo puede generar apatía y desconfianza en el electorado, con una menor participación en los comicios.

La política social en torno a la discapacidad se ha convertido en uno de los frentes de mayor conflictividad para el gobierno de Javier Milei. Desde su asunción, el presidente ha impulsado un fuerte programa de ajuste con la promesa de "terminar con el despilfarro estatal". Sin embargo, en ese proceso surgieron cuestionamientos sobre el impacto y la justicia de la motosierra, particularmente en áreas sensibles como la que comprende la financiación de los programas destinados a personas con capacidades diferentes.

En los últimos meses, organizaciones de pacientes, familias y representantes legislativos de la oposición e incluso de sectores cercanos al oficialismo denunciaron recortes, demoras en los pagos a prestadores y falta de previsibilidad presupuestaria en el sistema de atención y asistencia. El tema escaló a tal punto que llegó al Congreso, donde se debatieron proyectos de emergencia para recomponer los recursos de un sector cuya vulnerabilidad nadie discute.

En ese contexto trascendieron audios de presuntas coimas que involucrarían a altos referentes del gobierno nacional. La difusión de esas grabaciones disparó una inmediata polarización: los oficialistas más duros lo catalogaron como una operación preelectoral, mientras que la oposición cerrada dio por ciertas y probadas las acusaciones.

Cada postura buscó satisfacer a su propio núcleo duro, cumpliendo el objetivo de fidelizar a los ya convencidos. Pero la clave pasa por lo que sucede más allá de esas fronteras. ¿Cómo reaccionan los ciudadanos indecisos, los que no participan de la llamada "batalla cultural" y conforman el denominado voto blando? La experiencia argentina muestra que no todas las denuncias políticas repercuten de la misma manera: los contextos socioeconómicos condicionan que algunas acusaciones, aunque resonantes y verosímiles, terminen teniendo mayor o menor impacto electoral.

Este caso daña la marca de una fuerza política que llegó al poder denunciando "los curros de la casta". El solo hecho de quedar envuelta en la duda ya implica un problema, pues obliga al oficialismo a adoptar una actitud defensiva para la que no ha demostrado demasiada destreza.

Hasta ahora, la respuesta gubernamental se limitó a lugares comunes: insistir en que se trata de "mafias" de prestadores y de intentos de la política tradicional por desprestigiar al proyecto libertario. Sin embargo, más allá de la veracidad judicial de las acusaciones, el episodio erosiona la imagen de pureza moral que Milei buscaba cultivar. Y en política, la percepción y evidencia tienen límites difusos.

Riesgos sociales y políticos

El problema de fondo es que los afectados no son grandes corporaciones ni sectores con poder de lobby, sino familias que dependen de servicios básicos para la integración social y educativa de sus hijos. El colectivo de personas con discapacidad representa un universo reducido en términos electorales, pero con una enorme capacidad simbólica: nadie discute su vulnerabilidad ni su derecho a una atención adecuada.

De allí el costo político. A corto plazo, el riesgo es que el tema alimente apatía y desconfianza en el electorado, lo que se traduce en menor participación electoral, fenómeno que ya se observa en este 2025. A mediano plazo, la amenaza mayor es que esta herida se convierta en una suerte de "talón de Aquiles" del oficialismo, un caso que, cocinado a fuego lento, pueda ser retomado por una oposición futura más cohesionada no solo como bandera de denuncia sino como alternativa de poder.

El caso de los fondos de discapacidad funciona como espejo de la tensión más amplia que atraviesa el gobierno de Milei: la búsqueda de un ajuste drástico en nombre de la estabilidad macroeconómica frente a la resistencia social que generan sus costos inmediatos en sectores percibidos como víctimas inmerecidas de la vocación antiestatista libertaria.

El argumento de la eficiencia choca, en este y otros casos, con la percepción de injusticia. Más aún, deja en evidencia la dificultad del gobierno para "separar la paja del trigo": al intentar corregir irregularidades y abusos históricos en el sistema, termina generando que paguen justos por pecadores.

Es prematuro medir la velocidad de desgaste que este escándalo pueda provocar, pero su trayectoria es más clara: cada paso en falso refuerza la idea de que la motosierra no distingue entre privilegios y derechos básicos. En definitiva, más que una denuncia puntual, el caso de los fondos de discapacidad desnuda la dificultad de conciliar la promesa de pureza y eficiencia con la gestión de un Estado que, aunque cuestionado, sigue siendo imprescindible para garantizar derechos elementales.

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