San Telmo es un lugar central de la ciudad de Buenos Aires, en especial para el turismo. Así se llama por la antigua iglesia que homenajea a San Pedro González Telmo, doctor de la Iglesia y a quien se le atribuyen milagros y protección a los navegantes
Quien pase por la calle Humberto I al 340, a media cuadra de la Plaza Dorrego, en el clásico barrio de San Telmo, se encontrará con una de las iglesias más antiguas de Buenos Aires. Aunque popularmente es conocida como la iglesia de San Pedro Telmo, se llamaba originalmente Nuestra Señora de Belén.
El cambio de nombre fue naturalizado a partir de que en 1813, se planeó el barrio que hoy se conoce como San Telmo y se concordó tener un templo dedicado a este beato. La bella parroquia es Monumento Histórico Nacional y su construcción data de fines de 1734, con el proyecto del arquitecto jesuita Andrés Blanqui.
Sin embargo, aunque en su interior se conservan los rasgos originales, en su fachada han realizado refacciones y restauraciones a lo largo del tiempo, como la efectuada en 1918 por el arquitecto Pelayo Sainz, quien le otorgó un marcado estilo neocolonial.
Hoy, San Telmo es para los porteños un lugar más que una persona. Cuando alguien lo nombra, inmediatamente viene a la mente ese barrio de casas antiguas, que alguna vez fueron conventillos, las ventas de antigüedades y el tango que se filtra por las ventanas.
Pero pocos recuerdan quién era la persona por la cual lleva ese nombre esta parte de la ciudad, una de las más viejas de Buenos Aires, donde antes se hospedaban los marinos, y, en los últimos años, logró una reivindicación turística.Pedro González Telmo es una de las grandes figuras medievales, cuya historia está adornada de figuras simbólicas. De todos modos, fue un santo popular, abogado, fiador y tutor de navegantes y pescadores, que dicen ver su figura en las ráfagas luminosas que aparecen durante las tormentas, sobre los mástiles.
Nació en pleno corazón de Castilla, según todos los indicios, en 1185 y fue bautizado en la iglesia románica de San Martín de Frómista, en el camino francés que desde Roncesvalles se dirigía a Compostela. Reinaba a la sazón en León Fernando II, y Alfonso VIII ocupaba el trono castellano.
Poco es lo que se sabe de sus orígenes, pero se estima que su familia era noble y cristianísima. Pedro fue educado por un tío suyo, llamado también don Telmo, canónigo por aquellos días y más tarde obispo de Palencia, el cual, como primera medida, se lo llevó a su casa y, al ver su buena disposición, le proporcionó los mejores maestros que hubo a mano y lo puso a estudiar.
Como señala Santiago Fernández Sánchez en su extensa investigación sobre el santo, “todos los biógrafos coinciden en que Telmo fue un estudiante lúcido e ingenioso.
Los historiadores más antiguos lo pintan como “mancebo gentil y donairoso, de recio temple y muy dado a la ostentación”.
Al parecer, él era muy presumido hasta que un día de Navidad, cuando formaba parte de una cabalgata, entre la admiración de los palentinos, su caballo resbaló en la nieve, y él, envuelto en sus lujosas ropas, acabó en el fango en medio de la rechifla general.
Este episodio lo hizo reflexionar, ingresó en un convento de dominicos y, una vez convertido en el más humilde de los frailes, fue por obediencia un gran predicador itinerante de su orden.
Al fin se asentó en Tuy, donde murió “agotado y lleno de méritos” el 15 de abril de 1246, lunes de la segunda semana de Pascua, cuando intentaba peregrinar a la tumba del Apóstol Santiago en Compostela.
Su tumba en la catedral de Tuy (Galicia) obró infinitos milagros, y en la memoria popular este gran taumaturgo se permite aún la ostentación eléctrica de los resplandores con los que el santo se hace presente cuando corren peligro los que navegan. Además, la catedral donde se halla, es centro de atracción por los milagros que allí se multiplicaban a diario, que fueron más de 200 a lo largo de los siglos.
Por ejemplo, se vio muchas veces manar, en el lugar, un aceite milagroso de suave fragancia que sirvió a mucha gente como talismán contra diversas enfermedades.
De la catedral, donde aún se conserva y venera el cráneo, los restos mortales fueron trasladados al oratorio de los obispos y, en 1579, a la suntuosa capilla que se le dedicó en la iglesia de las Franciscanas.
Más tarde, en 1741, Benedicto XIV, comprobada su santidad y abundancia de milagros, instituyó su fiesta, que se extendió a Palencia y Tuy en un principio y, después, a todo España. Finalmente, llegó a Buenos Aires, donde los marinos españoles arribaron con aquel santo como patrón.