El miedo angustia, paraliza. Las miles que marchamos bajo la lluvia helada desde el Obelisco hasta el Congreso no teníamos miedo. Teníamos bronca, cansancio, indignación. Y satisfacción por ser tantas, tan juntas, tan insoportablemente poderosas.

"... porque al fin y al cabo, el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo".
(Eduardo Galeano)
 
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UNO.


Una mujer. Una mujer de 16 años. Una mujer de 16 años que escucha Viejas Locas. Una mujer de 16 años que escucha Viejas Locas y baila. Una mujer de 16 años que escucha Viejas Locas, baila y quiere probar un porro. Una mujer de 16 años drogada. Una mujer de 16 años drogada y torturada. Una mujer de 16 años drogada, torturada y violada. Una mujer de 16 años drogada, torturada, violada y asesinada. Una mujer como vos, como yo, como cualquier otra. Una mujer única, que escuchaba a Viejas Locas. Y bailaba.

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DOS.


Cuando yo tenía la edad de Lucía, no tenía miedo de que me robaran, me violaran o me mataran. Mis temores eran otros, acaso más tontos, más infantiles. Pero la muerte, mi muerte, no era algo que me preocupara. Sin embargo, siempre le tuve aprehensión al dolor. A lo largo de mi vida, lo que podía provocarme dolor fue mutando: darme una inyección, depilarme con cera, tener mi primera experiencia sexual, parir. Mi tolerancia al dolor es nula. Tengo 36 años y aún necesito relajarme y enfocarme una semana antes de ir al control ginecológico. No me gusta, me incomoda, me tensiono, lo postergo hasta que no puedo postergarlo más. Y después pasa. Y me digo -me miento- que la próxima será mejor.

Cuando me enteré cómo murió Lucía, cerré los ojos y apreté los dientes: sentí dolor. Físico, primero. Se me estrujó el corazón, después. La inmediatez de la redacción me obligó a escribir unas líneas frías, exactas: sólo transcribí lo que escuché de boca del hermano y el padre de Lucía. Grabé y publiqué. Después me quedé un minuto procesando lo que había escuchado. Me fui al baño y me puse a llorar.

Tengo 20 años más que Lucía. Y tengo miedo. Tengo miedo cuando salgo a las 6.30 de casa. Tengo miedo cuando estaciono el auto en la puerta del diario. Tengo miedo cuando vuelvo sola o acompañada y tengo que entrar el auto. Tengo miedo cuando vuelvo en colectivo y tengo que caminar dos cuadras (DOS CUADRAS) hasta mi casa. Tengo miedo cuando voy al gimnasio a las seis de la tarde y veo que detrás de mí camina un tipo (joven, viejo, alto, gordo, flaco, con gorro, con traje, no importa: un tipo). Tengo miedo de que otra vez un boludo me toque el culo como aquella vez que yo esperaba el colectivo. Tengo miedo de que el remisero me rapte y me viole. Tengo miedo. Tengo 20 años más que Lucía y tengo miedo.

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TRES.


En un programa de televisión conducido por dos mujeres, un periodista dice que las mujeres no sabemos de fútbol. En otro programa, otro periodista tilda de "pobre vieja enferma" y "mierda" a una ex presidenta. En la calle, un taxista putea a una mujer que conduce su auto y le recomienda que mejor se quede en su casa lavando los platos. En las redes sociales, mujeres cuestionan a una diputada por su escote. En la televisión, en la calle y en las redes, hombres y mujeres expresan que si la chica no se hubiera puesto una pollera corta, capaz no era violada.

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CUATRO.


Una mujer. 10 mujeres. Cien mujeres. Miles de mujeres. Imposible contarlas. La lluvia, esa ingrata, no deja de mojarnos ni por un minuto. El viento, ese traidor, parece soplar más fuerte con cada paso. Una decena de crónicas dirán que "a pesar de la lluvia". Esta dice que gracias a la lluvia. La tormenta, la sudestada, las gotas heladas nos hacen más fuertes. Enfrentar la adversidad, mirarla a los ojos y no bajar la mirada, nos cura. Nos cura del miedo, del espanto.

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CINCO.


Lucía tenía 16 años, como muchas de las chicas que marcharon desde el Obelisco hasta el Congreso. A varias de ellas las crucé sonrientes, sin paraguas, con el agua que les empapaba la cara. Con el cuerpo movedizo, que sacudían al compás de algún tambor. Por un momento, la imaginé ahí a Lucía, entre todas ellas. La imaginé así. Feliz, con su adolescencia a cuestas, con su rebeldía, con el agua empapándole la cara. La imaginé bailando con todas ellas. Si estuviera viva, pienso ahora, tal vez Lucía hubiese llevado un paraguas. O tal vez ni siquiera hubiese ido. Pero prefiero pensar que sí: que Lucía hubiera estado ahí, sin paraguas, bailando bajo la lluvia. Y sin miedo (porque a los 16 no se tienen grandes miedos). Sin ese miedo atroz que le adivino en la mirada, cada vez que recuerdo cómo la violaron y la mataron por el sólo hecho de ser una mujer. Una mujer que hasta ese fatídico instante, no tuvo miedo. 

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