Era una zona de quintas, con calles de tierra, sembradíos de alfalfa y numerosos ejemplares de olivos, que creció a fines del siglo XIX. Se accedía por las hoy calles Río Cuarto y Osvaldo Cruz.

El barrio de Barracas hoy luce desde pintoresco hasta bohemio. Pero también tiene entre sus calles el ritmo de vida de la gran ciudad, algo que en sus comienzos estaba muy lejos de poder imaginarse. Es que a fines del siglo XIX, en su ejido se encontraba un lugar muy particular que llevaba el nombre de “Barrio Los Olivos”.

Este reducto que ahora parece sacado de un cuento, era un contado número de manzanas ubicadas al sur de Barracas al Norte y tenía como característica principal las muchas quintas que estaban sembradas de alfalfa, de grandes extensiones, y que además estaban adornadas por una inmensa cantidad de árboles de olivo que terminaron por darle el nombre al lugar.

Por aquellos años las calles eran en su totalidad de tierra, había muchos terrenos baldíos y escasos comercios. Cuando el barrio de Barracas se instituyó como tal, pocos conocían la historia hasta que el doctor Lucas Benítez, médico que en su juventud fue guitarrero, actor vocacional y docente, publicó en 1965 la historia de aquel “pequeño pueblo”. Desde entonces comenzaron a desarrollarse mitos e historias en torno a un lugar donde la leche se vendía a domicilio y con las vacas por las calles, los almacenes poseían despacho de bebidas con estaño y el juego del sapo era el elegido por todos. Entre esos tantos mitos e historias, se habla de que en sus casas, que eran enormes y con mucho terreno, se solían esconder los malvivientes y bravos de aquellos años.

La manera de acceder al barrio era por las calles de Santa Rosalía (Río Cuarto) y Tres Esquinas (Osvaldo Cruz) y por un complicado camino de tierra que se cortaba por una laguna cubierta de juncos sobre la que se había levantado un puentecito de madera. La construcción de este puente fue pensada y pedida por uno de los dueños de la hacienda que había en aquellas tierras y que luego lo utilizaba para cruzar a Barracas al Sur (partido de Avellaneda) o para tomar el ferrocarril. Eran cuatro las quintas enormes que formaban parte de Los Olivos y todas estaban cubiertas por grandes sembradíos de alfalfa que le servían a sus pobladores para proveer de alimento a las caballadas.

“Era un verde océano envolvente. Daba la impresión de vivir un poco en la ciudad y otro en el campo. Quizás más en esto último que en lo primero. Bastaba salirse unos metros de su perímetro, para tener la sensación de hallarse a pleno campo”, escribió Benítez cuando develó la historia del barrio.

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