Historias increíbles de falsos doctores que practicaron las artes medicinales sin rendir un sólo exámen

Desde la antigüedad, los profesionales del arte de curar recibieron algún tipo de entrenamiento especial para afrontar las dificultades diagnósticas y terapéuticas de sus pacientes. Una de las primeras carreras universitarias que requirieron aprobación gubernamental fue justamente la medicina, porque de una forma u otra, el estado necesitaba algún tipo de control sobre los galenos.

En nuestra época colonial se fundó el Protomedicato para regular el ejercicio de la profesión, dirigido por el Dr. O´Gorman, tío abuelo de la sufrida Camila. Tan antigua como la ley es la trampa, y algunos individuos con escasos escrúpulos o menores inclinaciones académicas, deciden sortear el trámite pertinente y adjetivar su apellido con el pomposo “doctor” sin aprobar los exámenes necesarios. Al parecer, los deseos paternos de superación filial son más antiguos que la obra de Florencio Sánchez.

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Podría citar varios casos de crónicos estudiantes de medicina que diariamente se presentaban vistiendo impolutos guardapolvos planchados por ilusionadas madres. Muchos de ellos, para sembrar una esperanza, aprobaban en forma apócrifa algunas materias –generalmente con calificaciones superlativas–.

Estas tragicomedias solían terminar entre lágrimas y reproches cuando la farsa era fortuitamente descubierta (una mentira mal sustentada, la infidencia de alguien que se apiadaba de la madre, o alguna “metida de pata” cuando eran consultados por familiares).

Pocos culminaban sus interrumpidos estudios y lograban el ansiado título tras oblar al falsificador de turno. Jauretche comentaba que el título de médico se adquiría en la frontera con Bolivia por 300 pesos de ese entonces. Señores, hagan la cuenta que deseen, pero pasados 70 años los dinerillos en moneda nacional pasan a ser infinitesimales o astronómicos; de todas maneras, la cifra no parece exagerada y si no me han mentido, era mucho más barato que comprar un automóvil de segunda mano. Considerando el costo de los viáticos, libros, derecho de examen y aranceles, sin que hablemos del lucro cesante por horas de estudio que el adquiriente utilizó en tareas supuestamente más placenteras, parece un buen negocio.

Habría que hacer una disquisición entre aquellos que se hacen pasar por médicos, de aquellos que guiados por diversas motivaciones intentan curar al prójimo por medios no ortodoxos, medicinas alternativas o simplemente sugestión. Entre estos últimos debemos contar a nuestros folklóricos curanderos, maestros en yuyos, tinta china y “tirar el cuerito”.

Hubo una serie de personajes realmente extraordinarios como Pancho Sierra (rico estanciero de Pergamino, declarado espiritista con facultades para trasmitir su poder curativo) y su discípula, María Salomé Laredo de Subiza, más conocida como “La Madre María”.

Esta mujer nació en Subiete, Castilla la Vieja, España. Dicen de ella que era una mujer de la sociedad que ayudaba a los más necesitados. Sostenía que el espíritu se reencarnaba varias veces y en cada una de ellas alcanzaba mayor perfección, hasta que finalmente se hacía acreedor del paraíso. La perfección era producto de la insistencia en la práctica de la solidaridad, el perdón y la fe en la salvación. Dado el estado de imperfección de la humanidad, parece ser que este sistema de reencarnación es relativamente nuevo.

Las prácticas terapéuticas de la Sra. Subiza le costaron un juicio por ejercicio ilegal de la medicina, del que fue absuelta. Hacia 1914 fundó “La Religión de Cristo por la Madre María”, inscripto en la Subsecretaria de Culto. Murió el 2 de Octubre de 1928 y su cuerpo fue enterrado en la Chacarita, donde se continúa su devoción con ofrendas florales y solicitudes de curación.

Hoy vamos a hablar de aquellos que simularon tener un título de médico para ejercer la profesión sin haber cumplimentado o siquiera intentado cursar la carrera. Uno de estos personajes fue Stanley Clifford Weyman, singular estafador que comenzó su oficio a los 21 años, haciéndose pasar por un cónsul de Marruecos de paso por Nueva York.

Fue apresado después de haber saboreado suculentas cenas a expensas de las arcas marroquíes. Su permanencia en la carcel no fue suficiente para enmendar sus hábitos y reincidió a los 27, presentándose al departamento naval de Nueva York como el cónsul de Rumania.

En la oportunidad gozó de los honores reservados a los diplomáticos durante una visita al buque Wyoming. Fue apresado durante la cena en la que homenajeaba a todos oficiales de la tripulación en el Waldorf Astoria, ante la consternación de los marinos, que se habían encariñado con tan encantador personaje.

Dos años más tarde fue arrestado en Brooklyn mientras inspeccionaba dependencias aeronáuticas. Como no estaba haciendo mucho dinero con estas representaciones, decidió personificar a un médico, actuando como consultor para una compañía constructora norteamericana en Perú. Su permanencia en estas latitudes estuvo signada por una ininterrumpida serie de fiestas, banquetes y recepciones en la villa que la compañía le alquilaba.

El clímax de su carrera llegó cuando se presentó ante la Princesa Fátima de Afganistán durante su visita no oficial a EE UU, en 1921. Vestido con un impresionante uniforme de teniente coronel, invitó a la princesa a una recepción oficial ante el presidente Harding en Washington D.C. Le explicó que entre las extrañas costumbres de occidente, estaba la de gratificar al oficial ceremonial por los trabajos realizados. La princesa no puso ningún reparo en entregarle u$s 10.000. Weyman llamó al Departamento de Estado y realizó los preparativos pertinentes para que el presidente se entrevistase con la exótica princesa quien como verán en la foto, tenía muy poco de las 1001 noches.

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La princesa Fátima de Afganistán fue engañada por Stanley Clifford Weyman
La princesa Fátima de Afganistán fue engañada por Stanley Clifford Weyman

Weyman hizo una nueva aparición en los medios durante las multitudinarias manifestaciones de dolor que rodearon la muerte de Rodolfo Valentino, presentándose en la oportunidad como médico y amigo del silencioso actor. Supervisó los detalles de la ceremonia fúnebre y asistió en todo momento a la compungida Pola Neri, como se observa en la foto que dio la vuelta al mundo. Sin embargo, Weyman no fue arrestado en esta oportunidad.

Después pasó a ser abogado, dictando conferencias en varias universidades, empresario durante la Segunda Guerra Mundial y periodista radial. En este oficio demostró tener algún talento, ya que el embajador de Tailandia le ofreció un puesto como jefe de prensa de la delegación frente a las Naciones Unidas. Advertido el diplomático sobre los antecedentes de Weyman por el Departamento de Estado, decidió desistir del nombramiento. Su nombre saltó por última vez a los periódicos cuando murió, nueve años después, durante el asalto a un motel de dudoso fama en New York. Era el portero nocturno.

Mejor suerte tuvo Ferdirand Waldo Demara conocido como el “Gran impostor”, por el libro que Robert Crichton escribiera sobre sus andanzas. Demara nació en Massachusetts (USA) en el año 1921. A los 12 años su padre, un adinerado agente inmobiliario, quebró por la Gran Depresión que arrastró a los Estados Unidos. Las nuevas condiciones socioeconómicas lo empujaron a unirse a un monasterio cisterciano en Rhode Island (curiosa decisión). Después de tres años decidió enlistarse en la marina como médico falsificando el titulo de la Universidad de IOWA. Por razones desconocidas se esfumó del Hospital de Norfolk adonde había sido asignado.

Demara aparece nuevamente en un monasterio, esta vez trapense, cerca de Louisville, Kentucky. Allí se presentó como Robert French, ostentando un impresionante curriculum que incluía un doctorado en Psicología de Sandford y una asistencia como investigador en Yale. Como vemos, Demara no se iba con chiquitas. Dentro del convento estudió filosofía y obtuvo buenas calificaciones en la Universidad de Paul. Demara/French tenía una memoria prodigiosa, casi fotográfica, una enorme capacidad de estudio y una simpatía y don de gente (como suelen tener los estafadores; si son malhumorados, ¿a quiñen van a convencer?)

Dejó el convento -según sus propias palabras, para no decepcionar a sus amigos- y durante un tiempo enseñó psicología en el Gannon College. Allí fue apresado por el FBI debido a su deserción. Juzgado por una corte marcial, fue sentenciado a 18 meses de prisión.

Terminada la condena, partió hacia Canadá, donde se enlistó bajo el nombre del Dr. Joseph Cyr, un cirujano que realmente existía. En su calidad de cirujano a bordo del Cayuga, aprovechó para estudiar la especialidad y pronto se hizo popular por sus habilidades quirúrgicas y amable trato con lo pacientes.

Removió exitosamente una bala cercana al corazón de un soldado norcoreano usando la cabina del capitán como improvisado quirófano y posteriormente completó una resección de pulmón exitosamente. Sus actos heroicos trascendieron y prontamente los periódicos hablaron del afamado Dr. Cyr, cosa que puso en alerta al verdadero Dr. Cyr, finalizando así su impostura. Lamentablemente no pudo unirse a la troup de Mash.

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Lo último que se supo de Demara fue su nuevo trabajo como docente en Maine, donde era estimado por la población Una foto de él en la revista Life puso fin a su carrera. Las últimas palabras que se le escucharon decir fueron “No sé qué voy a hacer próximamente”. Cuando Robert Crichton escribió su novela El gran impostor, Demara aún vivía. Murió en 1982 de un ataque al corazón (¿podía morir de otra forma?).

En nuestro medio hace unos años se detectó a un falso traumatólogo que había actuado como paramédico en Vietnam, adquiriendo una envidiable experiencia que le dio la idoneidad profesional adecuada. Recordemos que durante esta guerra los puestos de cirujano eran muy requeridos, ya que un año de ejercicio en combate daba la experiencia de 10 años de práctica normal.

Fue muy sonado el caso de un hemoterapeuta que ejerció en una elegante clínica porteña, donde se destacaba por sus conocimientos y diligencia. Durante unos meses todos los profesionales estuvimos bajo la lupa y debíamos asistir con nuestros diplomas en orden a cuanto trabajo tuviésemos. De hecho, aprovechamos la oportunidad para revisar los títulos de algunos colegas cerciorándonos si efectivamente eran médicos (todos, increíblemente, lo eran). Por las dudas, péguele una miradita al diploma de su médico. Uno nunca sabe.

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