Se despertó pensando que nuevamente tendría que poner el simulador en marcha. Al igual que la Cenicienta, se habían hecho las doce y ya no era más la princesa. Su marido la acababa de dejar y la vida iba a volver a cambiar. En algún sentido, no en forma drástica, ya que ella no dependía económicamente de él. Tampoco tenían hijos, así que algunos problemas no serían tan graves.
Sin embargo, la incertidumbre estaba ahí. La vuelta de página, la hoja en blanco. ¿Con qué nivel de honestidad estaba dispuesta a vivir?
En algún sentido sintió un deja vu. Varios años en pareja con un tipo muy importante habían hecho que los amigos de él también fueran sus amigos. ¿Lo serían? Ahora se vería la verdad. ¿Hacía falta o el resultado sería obvio? Lo más complejo no era el círculo de su ex, sino su propio círculo. Tener un marido tan destacado la había convertido a ella en importante, por transitividad. Pero ahora intuyó que el prestigio no sería un bien ganancial, por lo que discretamente, caería varias posiciones.
En algún sentido, la historia se repetía. Ella, que de joven había sido la mejor jugadora de golf de su país, sabía lo que era dejar el paraíso. El paraíso era el momento de gloria, por más que fuera efímero, y que retrospectivamente se viera mucho más grato que lo que en verdad había sido. Dejar el primer lugar del ranking por uno apenas menos encumbrado, no era ningún drama. Sin embargo, ella lo había vivido muy mal. En vez de ponerse contenta de ser una de las mejores jugadoras del país, se sentía frustrada por no ser la mejor, y por sentir que no tenía un futuro.
Haber sido la mejor tal vez fuera un castigo. Ser exitoso puede ser una desgracia.
Toda la vida pasaba a mirarse con un prisma deformado, y el apego por mantener ese lugar de privilegio, rechazaba todo lo que no lo fuera. Casi como un capricho. La gloria o nada. Una necedad, ya que lo rechazado por insignificante, por lo general era muy valioso. Así las cosas, de nada servía el segundo o tercer lugar del ránking nacional.
Pasarían quince años después de haber dejado de jugar para que asumiera no sólo que ser una de las mejores tres o cuatro jugadoras del país era algo buenísimo, sino que su juego, después de haber dejado el primer lugar, había seguido creciendo. El hecho de que cayera un par de posiciones, no sólo no había perjudicado su nivel, sino que con el correr de los años, pese a no recuperar nunca más el liderazgo absoluto, había evolucionado enormemente. Claro, eso sólo se podía asumir con la distancia. Antes, la única vara con que medir su juego era el éxito. Y con esa mirada, casi todo era infelicidad. Como la selección argentina de fútbol de Argentina, que en todos los mundiales debía salir campeona del mundo. Por dos momentos de gloria, casi dos accidentes, todo el resto de mundiales terminaba siendo una frustración.
Lamentablemente y al igual que en el amor, en vez de dar gracias porque había sucedido, los seres humanos insistían en sentirse infelices porque se hubiera terminado.
La sabiduría consistía en considerarse afortunados porque hubieran sido tocados por la varita mágica, aunque a las doce de la noche, como en la Cenicienta, tuvieran que volver a su casa y todo se terminara. Sólo en los cuentos, venía el príncipe al rescate, y todo volvía a su momento de gloria, el cual duraba eternamente. En la vida real, nada duraba para siempre. Mucho menos la gloria.
Cuando hacía dos años que había dejado el número uno y pese a estar tercera del ránking, sentía que no iba a recuperar el cetro jamás, encontrarse con gente del ambiente la ponía muy incómoda. Sentía que tenía que vender una imagen de algo que ya era falso. Mostrar que recuperaría el primer puesto, aunque tuviera la íntima convicción que eso no volvería a ocurrir. Mostrar que era un éxito, si bien por dentro se estaba muriendo.
Semejante sentimiento la llevaba a apurar el paso cuando se encontraba con cualquier persona. Del otro lado, querían saber cómo andaba, cuáles serían las perspectivas. La gente también tenía su propio agenda: ser "amigos" de la mejor jugadora. Ella sin embargo, se sentía una estafa. Y para que no se dieran cuenta, apuraba el paso. Una conversación rapidita y a seguir. Algunas respuestas ingeniosas, fingir confianza, y terminar lo antes posible la charla.
No fuera cosa que se dieran cuenta que ella estaba desangrándose, que no se tenía ninguna confianza, que era un fracaso. Apurarse, correr, tener prisa, como mecanismo de fuga al contacto. Si la intimidad podía ser riesgosa, más valía evitarla.
Y éste era el deja vu. Ahora que ya no era más la mujer de semejante ícono; ¿qué pasaría? ¿Tendría que empezar a correr para evitar el contacto? Tal vez no hiciera falta porque el mero hecho de no ser más "la mujer de", lo echara del paraíso. No se podía fingir que la relación continuaba. Y en eso, el interés de las personas sería implacable. Si no me sirve, lo descarto.
¿Hasta cuándo seguiría corriendo más rápido que sus miedos, para que no la alcanzaran? ¿Se podía huir de ellos toda la vida?
Tomó conciencia de que la única cura posible era ver. Ver los miedos. Ver quien era. Y ver quien no era. Tal vez fuera el riesgo más grande que jamás podría correr. Pero el único camino hacia una buena vida. Lo demás, serían costosos chupetes que nunca terminarían de calmar la ansiedad existencial. Siempre la angustia saldría a la luz.
Sintió el enorme esfuerzo de lo que le esperaba por delante. Como escalar el Aconcagua. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Una vida fingida? Mejor ponerse los borceguíes, la campera, el gorro, y enfrentar la realidad.
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