Sentir miedo era de putos. De débiles. De fracasados.
¿De dónde había salido semejante divague? A partir de esa falsa premisa, la vida de Alejandro era aún más difícil. Se suponía que él debía ser valiente, audaz, heroico, entrar en los libros de historia.
Sin embargo, el hecho de no registrar esas emociones, no implicaba que no las sintiera. Su cuerpo era atravesado por ellas. El miedo, esa emoción dominante de todo ser vivo para mejorar su supervivencia, era imposible de ser ignorado. Podría ser omitido, pero nunca dejaría de existir. Como una alarma contra incendios que empezara a sonar. Uno podría acostumbrarse al ruido y seguir haciendo cosas o hasta dormirse como si no sonara, pero eso no apagaría el fuego.
Ese miedo al miedo, era una bola de nieve que lo llevaba a conductas impulsivas. Lo negaba porque le resultaba intolerable. Pero como no dejaba de percibirlo, en vez de modularlo y utilizarlo para evaluar si seguir o detenerse, terminaba acumulando enormes cantidades de pánico. Luego, un acto impulsivo irrumpía para liberarlo de la tierra de los cobardes. Y si bien después del impulso transgresor recuperaba su autoestima, la medicina duraba poco y el circuito volvía a repetirse.
Así y todo, lo más difícil era que esa desconexión con sus emociones negativas le había impedido un diálogo interno con ellas. Como ni el miedo, ni la angustia, ni la tristeza o el dolor podían existir, lo que había terminado pasando es que Alejandro había perdido toda posibilidad de diálogo interior. No existía la primera de todas las intimidades, que es la intimidad con uno mismo.
Pero tuvo suerte. Le ocurrieron algunos de los dramas comunes a los seres humanos, que no por frecuentes son menos dolorosos. Y cuando las cantidades de dolor lograron una masa crítica, fue imposible taparlas. Todos los mecanismos de negación para no sufrir quedaron desbordados. Al bajar la marea emocional, pudo, por primera vez en su vida, empezar a restablecer conexiones neurológicas y emocionales que habían estado congeladas por décadas. Tener conciencia que sentía miedo o tristeza o angustia. Enterarse que no había nada malo ni vergonzoso en ellas.
En pocos años, era un hombre nuevo. Podía sentir miedo, angustia, dolor, sin por ello pensar que por eso era despreciable. Mucho menos exigirse no tener aquellas emociones o confundirse creyendo que la coyuntural angustia o miedo, serían permanentes. Ya había aprendido que pasaban. Todo pasaba.
Y desde ese lugar, pudo aceptar lo que sentía y aceptarse a sí mismo. Este hecho le permitiría tenerse paciencia, mirarse con benevolencia y compasión. Poder mostrarse a sí mismo tal como era. Algo que parecía obvio, aunque era bien complejo. Había pasado muchos años tratando de inventarse como un personaje que no era. Había mutilado y sepultado toda emoción que pusiera en riesgo aquél plan. Ahora, en cambio, podía darse el lugar que necesitaba.
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