El 8 de mayo de 2008, San Lorenzo hizo historia en el Monumental, cuando remontó dos goles de diferencia con dos hombres menos. De la mano de Bergessio, y con Ramón Díaz en el banco, despachó a River de la Libertadores porque jamás bajó los brazos. Un relato en primera persona de una noche inolvidable

Ese 8 de mayo había algo en el aire.

Ya sabemos lo que significa jugar contra River. Ni siquiera hace falta repasar los números del mano a mano que más nos desfavorece. El partido de ida en el Nuevo Gasómetro, aquel 2-1 con gritos del Cuqui Silvera y Adrián González, nos envalentonó. Nos fuimos con uno en la canasta: ese gol de visitante que habíamos permitido, nos hacía ruido. Aun así, ese jueves llegábamos al Monumental como pocas veces en la vida: con ventaja. Esa noche nos alcanzaba con no perder, aunque nunca hubiéramos imaginado que no perderíamos de la manera en la que no perdimos.

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Mi peripecia ya había arrancado un rato antes del partido, en el laburo. Trabajaba en una agencia de turismo hasta las nueve de la noche. Los tiempos para llegar desde el Centro hasta Núñez no daban. Tenía un gran plan: simular un dolor fuerte de panza y huir. La jefa, hincha de River, no me creyó, aunque hizo como que sí. Salí de civil desde Florida y Córdoba y, cuando llegué al Obelisco para tomar el subte D, ya estaba todo de azulgrana. Mi hermano, 11 años, no tenía el permiso de mi madre para ir a la cancha de visitante. Fui solo: a alguien iba a encontrar.

El ingreso por la avenida Lidoro Quinteros hubiera sido una aventura hasta para el propio Indiana Jones. Había más Cuervas y Cuervos que entradas vendidas, lo habitual en un partido por octavos de final de Copa Libertadores entre dos equipos grandes. Todos, con o sin papeleta en mano, fuimos arrastrados desde el último control por la marea hasta llegar a la Centenario Alta. Ya adentro, la misión era intentar ver el partido: sí, intentar. Para los que llegamos sobre la hora, la reja, las banderas y la multitud permitían que sólo de a ratos pudiéramos pispear algo del verde a kilómetros de distancia.

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Por los gritos que llegaban desde enfrente y lo que algún lungo cercano relataba, las cosas no iban bien. Gol de Matías Abelairas. Expulsión de Diego Rivero. Expulsión de Jonathan Botinelli. Gol de Sebastián Abreu –cómo me dolió que agarraras esa pelota en el penal, Loco-. Ya no había ventaja. Había que hacer un gol como sea y rezarle a los penales.

“¿Uno? ¿Qué uno? Ahora clavamos dos, acordate”, tiró un desquiciado. Lo miramos. Feo lo miramos. “Hay algo en el aire”, fue su intento de justificación.

Gol de Gonzalo Bergessio. Delirio. Había que aguantar veintipico de minutos. Otra vez Bergessio. Éxtasis. No los vi, los sentí. Me abracé, grité, canté y lloré. Ya no maldecía a Rivero y a Bottinelli por las cagadas que se habían mandado. Los quería: con 11 jugadores no hubiéramos pasado. O mejor dicho: esa noche no hubiera sido épica.

Después vinieron los jueguitos de Orion y la noche terrible en Quito. Pero ese jueves 8 de mayo había algo en el aire: en la Centenario Alta del Monumental había un ruido atroz.

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