Marcelo Bielsa, como entrenador, es muchas cosas. Es un técnico que despierta unanimidad entre todos los jugadores que dirigió: no existen voces que, después de haber pasado por un vestuario conducido por él, lo machaquen. Es un técnico que potencia juveniles, que consigue que cada futbolista alcance —o levante— su techo. Es un técnico sumamente hábil para convencer a sus planteles de implementar una idea. Es un técnico franco. Es un técnico que trabaja, que planifica, que estudia, que prepara cada entrenamiento con la precisión de un químico.
Bielsa jamás condujo a un club obligado a salir campeón. Se desempeñó en instituciones donde tiene todo por ganar, lejos de presiones asfixiantes. El Lille de Francia, su nuevo equipo, no es la excepción. En los clubes que dirigió, sin embargo, sufrió un ciclo que se repitió siempre, un laberinto del cual no puede escapar. En su carrera, sin contar selecciones, dirigió a siete equipos: Newell's, Atlas, América, Vélez, Espanyol, Athletic Club y Marsella. En cada uno de esos lugares transitó un camino idéntico que, resumido en tres etapas, se explica de la siguiente manera: vive una fase de adaptación —un promedio de once partidos con resultados irregulares: gana, pierde y empata—, lo sigue una época de luz donde hechiza al plantel —cerca de veintiún encuentros en los que gana mucho más de lo que pierde, conecta a niveles mágicos con sus jugadores y despliega un nivel futbolístico inolvidable— y concluye en una pendiente, una debacle que no puede revertir —veinte partidos de caída abrupta, de derrotas enlazadas una detrás de la otra—.
Lo que sigue a los resultados negativos, si no coincide con el cierre de temporada, es el final: Bielsa renuncia o no renueva el contrato.
En las selecciones el patrón no se repite: una cosa es trabajar con Bielsa a diario, dicen varios de los consultados que eligieron el anonimato; la otra es cuando el Loco puede armar el plantel a su medida y dispone de los futbolistas durante diez días cada tres meses.
Newell's, esa institución donde se siente arropado como en su casa, es la excepción. En la Lepra aguantó el choque. Salió campeón, quedó anteúltimo, merodeó la mitad de tabla, dio una segunda vuelta olímpica y alcanzó la final de la Copa Libertadores. Newell's es el único conjunto en el que Bielsa pudo pilotear la tormenta eléctrica.
En Vélez, después de la adaptación, brilló: ganó el título holgadamente. El éxito lo catapultó al Espanyol. Desde aquel Clausura '98, Bielsa no volvió a festejar en un club. Lleva 18 años sin ganar un campeonato.
¿Por qué Bielsa está atrapado en una historia cíclica que se reitera como una película de domingo en los canales abiertos? ¿Por qué no consigue mantener el periodo de bonanza? ¿Cómo se explica el desmoronamiento de los resultados conseguidos?
"Obedece a que después de un proceso exitoso de cinco o seis meses de buenas performances el jugador siente la exigencia de la competencia", dice Claudio Vivas. Vivas conoce bien a Bielsa. Salvo en Marsella, lo acompañó como asistente técnico en todos los equipos. El coordinador de las inferiores de Boca explica que Bielsa trabaja con planteles cortos y eso, si hay lesiones, genera inconvenientes: "Le gusta tener dos jugadores por puesto. En algunos equipos, el recambio es bueno, pero en otros no. Y hay una merma física en los equipos cuando el sistema de juego demanda mucho al chico", señala. El argumento se nota en los números: los conjuntos de Bielsa enfrentan serios problemas en los cierres de temporada.
En Bilbao los tuvo. Se adaptó al plantel, hubo una época brillante, hechizada, y se empantanó en el cierre de la primera temporada, cuyas excepciones fueron las finales de Copa del Rey y Europa League. El segundo año fue oscuro. Él provocó uno de los motivos. Mejoró a muchos jugadores, que fueron transferidos a otros clubes europeos: Fernando Llorente, Javi Martínez, Ander Herrera. Con lo que le quedó, sobrevivió y terminó 12 de la Liga de España. Marsella, en un año, transitó algo similar: la adaptación, la excelencia, el golpe: cuatro derrotas al hilo en los últimos ocho partidos.
Bielsa se caracteriza por la intensidad con la que trabaja. Le pide a sus planteles que den el máximo durante toda la temporada. Es como si le exigiera a un auto que circule a tope permanentemente: en algún momento, el motor se funde. Diego Simeone dice que "hay que saber cuándo exigir, en qué momentos". Bielsa exprime. Esa demanda explica picos y pozos. Vivas le quita peso al mensaje y habla del "enorme poder de convencimiento" que domina el rosarino. El hechizo es eso: un momento en el que los profesionales, convencidos, se mimetizan con la bajada de línea y brillan, deslumbran: ganan. Hasta que se hacen las doce y la recta enfila hacia abajo. Así le sucedió en Atlas y América, sus dos experiencias en México. En Atlas accedió a cuartos de final luego de 15 años sin conseguirlo. Catapultó a jugadores que terminaron siendo íconos del fútbol mexicano. Pero los resultados no acompañaron. La debacle llegó con el peso de un piano de cola.
Repitió la fórmula en América: primero el hechizo con siete juegos ganados y dos perdidos en quince encuentros, y al final, una victoria en diez partidos. En ambos clubes rompió los contratos antes del final. No se bancó la bipolaridad. Cristian Domizi lo acompañó en Atlas. Lo llevó de Newell's. El Pájaro lo recuerda como "el mejor entrenador" que tuvo. No le da vergüenza decir que está "sumamente agradecido" al Loco. Recuerda un diálogo con Martín Ubaldi, un delantero de aquél equipo. Ubaldi se quejaba porque Bielsa siempre le corregía algún movimiento en las prácticas. "El día que no te diga nada, preocupate: ese día vas a haber desaparecido de su mundo", respondió Domizi.
Bielsa es, también, eso: un obsesivo.
Su obsesión tiene fecha de vencimiento. Jamás estuvo más de dos años dirigiendo al primer equipo del mismo club. Se agota. Y, después de un tiempo, agota. Requiere a todo su círculo a niveles insólitos. Ahora, está más grande: cuanto más grande, más demandante, más difícil de llevar. Bielsa es el fundamentalismo, los talibanes que lo defienden, los buitres que esperan verlo caer: es la síntesis entre los tatuajes y los insultos. Es la ética y la forma, pero es, también, las debacles, la sequía. Es los jugadores que proyecta, y los resultados que no cosecha. Es el camino. Y es el ciclo que no logra atravesar.
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